Por Ilse Bulit
Guardo todavía la asustada carita de aquel pequeño en mi memoria, a pesar de que han transcurrido más de 15 años. Salía yo de un mercado del periférico barrio de San Agustín, de la Ciudad de La Habana, y una joven, de unos 25 años, gritaba palabras mal sonantes a un parvulito menor de dos.
Ella, posiblemente la madre, lo acusaba del pecado de no marchar a su paso. Como yo, la muchacha cargaba una gran bolsa de tela repleta de papas frescas, con las que haría sabrosos purés para ese mismo pequeño: pero ahora, aquel niño era su enemigo, enemigo inventado y necesario. Y como este diminuto enemigo estaba paralizado por el terror, lo tomó de la mano y procedió a arrastrarlo. El cayó al suelo y sus rodillas extraían un ruido sordo al pavimento, unido a su llanto de dolor y las vociferaciones de la madre. No pude contenerme e intervine: la amonesté por su actitud violenta.
La joven se volvió hacia mí y sus ojos destilaban un odio como si yo fuera la culpable de todos sus males. Libre de sus improperios vergonzosos, reproduzco su mensaje: “No se meta en lo que no le importa, yo lo parí y hago con él lo que me da la gana”.
Otras mujeres con idénticos pechos construidos para la lactancia, como las dos protagonistas, nos observaban en silencio, invitadas a un espectáculo virtual sin consecuencias reales para sus destinos.
Me rendí ante la indiferencia y continué mi camino. Yo también tenía odios archivados y problemas en lista de espera. Pensaba ahora en mi hijo, un adolescente glotón que deseaba engullir papas fritas antes de marchar a sus clases y abandoné la ayuda al otro, el perteneciente a ella.
Cierto complejo de culpa, alimentado por una escena reciente, me obliga a analizar este percance con la lucidez regalada por el tiempo y a partir de suposiciones con bases ciertas.
Aquella chica de ojos rabiosos podría haber sido maltratada unos minutos antes por el padre de su hijo. ¿Habrá venido al mundo aquel parvulito por el desprecio del macho ante el preservativo? Los hijos no deseados se acercan a los tatuajes aborrecidos al paso de la moda. ¿O provenía de una familia donde la comunicación se establecía a gritos y empujones, de generación en generación?
Por lo tanto, simplemente, como le pesaban las papas, su disgusto lo volcaba en el indefenso. Total, en otro momento del día, ella sería la indefensa, cuando el hombre regresara al hogar. ¿Hogar?… Bueno, si la suposición correspondía a la realidad, al sitio donde están obligados a convivir un grupo de personas en guerra declarada o silenciosa.
Los dolores del parto y las malas noches dadas por un recién nacido, y en especial la tarea biológica de ser su portadora durante unos nueve meses, confieren a las madres un título de propiedad que, para bien o para mal, la sociedad reafirma con cuños aprobatorios.
Aun en los casos donde el hijo es colmado de bienes y cariños, aquel pedacito de ser humano, con cuerpo y mente propios, pasa a ser “una cosa” que deseamos moldear a nuestros gustos y sueños. Así ocurre cuando lo anhelamos desde el día en que nos faltó la menstruación.
Sin embargo, si es un mero acompañamiento en nuestras desdichas, ese sentido de propiedad aporta el derecho avasallador de cometer la extensa amalgama de violencias contra el cuerpo físico y espiritual del niño. Esta especie de derecho biológico es aprobada hasta por legislaciones vigentes que se hacen de la vista gorda ante las evidencias.
También, en los cuerpos de asistencia primaria de la salud, los médicos vacilan al firmar documentos probatorios de la consistencia de los golpes y laceraciones, si la agresión parte de la madre. Peor aún es que nosotras mismas, componentes de grupos sociales, también volteamos el rostro para no ver estos hechos repetidos a diario.
Por un lado, el fundamento teórico basado en que cada familia es un feudo cerrado con sus propias leyes y no tenemos derecho a intervenir en ellas, sirve para evadir la toma de decisiones a favor de la conservación de la especie, pues la continua proliferación de la violencia nos regresa a la animalidad de milenios heredados. Hasta existen refranes que lo recuerdan: “entre marido y mujer, nadie se debe meter”.
Al otro lado está la normal preponderancia de la lista de entuertos propios a resolver, por lo cual invisibles cascos protectores nos llevan a dirigir la mirada sólo al rumbo de nuestros intereses. Cuando cerramos las puertas de la casa, el mundo exterior no importa y los gritos infantiles filtrados a través de las paredes, en engañosa suposición, los hacemos venir de juegos de computadora.
Si bien hay situaciones donde la intervención personal provoca peligro físico e implica el riesgo propio; hay otras en que la actuación, sobre todo la colectiva, podrá atajar a tiempo males mayores. “La unión hace la fuerza”, con esa frase terminaba una añeja fábula aprendida en la niñez.
Si aquel grupo de mujeres impasibles hubiera tomado partido frente al maltrato contra el pequeño. Si uniéramos nuestras inteligencias en acciones cotidianas contra esa violencia que aflora cerca, en el barrio, y que convierte en víctimas a niños, ancianos, mujeres, animales, plantas, al medio ambiente. Si asimiláramos que, como en una obra de teatro, intercambiamos los papeles y nos convertimos en víctimas y victimarios activos y pasivos…
Si actuamos en consecuencia, aparte de sentir la satisfacción interna de velar por los demás; de cierto modo trabajamos por nuestros propios intereses.
La imagen de aquel niño rebotó hacia mí hace unos días. Caminaba otra vez por las cercanías de aquel mercado y un joven de unos 20 años, molesto ante mi lento andar, me empujaba y al yo preguntarle el porqué de ese atropello, me contestaba con las frases insolentes escuchadas años atrás: “Porque me da la gana”.
Nuevamente el silencio entre quienes contemplaban la escena. Un círculo cerrado por idénticas actitudes. Ningún eslabón de la cadena de la violencia estaba roto. Entonces… ¿sería acaso este joven violento, aquel niño atropellado?
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