Cuando demasiado dulce es malo

Tiene ahora 27 años. Desde los cuatro, Rotsen padece diabetes mellitus, una enfermedad que lo obliga a inyectarse insulina varias veces al día, cuidarse de posibles heridas y mantener una alimentación balanceada.

“A los cuatro años, cuando estaba en el círculo infantil, nos percatamos de que algo no andaba bien: a diferencia de otros niños, prefería el agua al helado, se tomaba cinco vasos seguidos, con una sed desesperante, empezó a bajar de peso y la cara se le ponía muy colorada, por lo que pensé que era hipertensión arterial”, dice Mayra Verdecé, al contar la historia de su primer hijo.

En aquella época, Verdecé moría de miedo por su pequeño. Le hicieron varios análisis y sólo se le detectó ameba. Pese al tratamiento, los síntomas se mantuvieron y agravaron: siempre estaba cansado y con sueño, le dolían las piernas y dejó de participar en los juegos. Llegó un momento en que ni quería ir al círculo.

“Lo que quedaba por hacer, se hizo. Los análisis de glicemia dieron resultados muy elevados, sobre todo para un niño. Hubo que ingresarlo e inyectarle insulina, hasta normalizar los parámetros. Los exámenes arrojaron diabetes mellitus, lo que significaba que, de por vida, sería insulinodependiente”, agrega.

La diabetes mellitus se conoce desde épocas antiguas. El término, que procede del griego, significa «orinar mucho» y mellitus responde al sabor «dulce» de la orina. Se cuenta que, en la antigüedad, el único método para poder diagnosticarla era degustando la orina.

“Los peores momentos eran cuando le daban convulsiones, pero con los medicamentos todo se controló y después nunca hubo que ingresarlo, pues ya no se descompensaba”, sostiene la madre.

La diabetes se presenta cuando la glucosa en la sangre, también conocida como el azúcar sanguíneo o glicemia, se encuentra por encima de los valores considerados normales, señala la endocrinóloga pediatra Mirtha Prieto, quien durante más de 30 años ha tratado a menores con este padecimiento.

La glucosa, agrega, se encuentra siempre en la sangre, pues el organismo la utiliza como fuente de energía. Pero, si se acumula en exceso, es perjudicial para la salud, explica la también representante del Grupo de Estudios Latinoamericanos que atiende la diabetes del niño y el adolescente (Geladna).

En la diabetes intervienen dos elementos, la glucosa y la insulina. La primera, que proviene de los alimentos y también puede ser producida por el hígado y los músculos, es transportada por la sangre a todas las células del cuerpo. La insulina es producida por el páncreas, que la libera en la sangre. La insulina ayuda a la glucosa a introducirse en las células del organismo.

Pero si el páncreas no produce suficiente insulina o esta no funciona de forma adecuada, la glucosa no puede entrar en las células y se acumula en la sangre. Cuando la concentración de la glucosa en sangre se eleva demasiado, se produce la diabetes.

Los síntomas clásicos de debut de la diabetes son poliuria (orinar en exceso), polidipsia (a modo de compensación aparece sed y se bebe mucha agua); polifagia (comer mucho por sentir hambre, al no aprovechar la glucosa obtenida a través de las comidas); adelgazamiento y astenia (cansancio, pérdida del entusiasmo y disminución de impulsos que derivan en una fatiga física y mental), explica Prieto.

Existen dos variantes de la enfermedad: la diabetes tipo 1 (diabetes juvenil) y la diabetes tipo 2. La primera aparece en individuos menores de 30 años, con capacidad nula o mínima para segregar insulina desde su páncreas y que dependen de la administración exógena de esta hormona para mantener compensada la diabetes.

Expertos sostienen que la diabetes mellitus I no tiene relación con la obesidad; sin embargo, en estos casos se está observando un incremento de intolerancia a la glucosa.

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