De por qué prefiero la conga habanera y sobre mis perturbadoras dudas acerca de si existe una Internacional Gay

Foto. Chicago TribuneAyer fue el desfile gay en Chicago, y no asistí. Me pareció sacrílego no aprovechar un día radiante en la playa. Hace años que no voy a ninguno. El primero al que fui, y los siguientes, me parecieron divertidos e interesantes. Luego, empezó mi regodeo mental con especulaciones incluidas, y ya. No he ido, no voy a ir a otro hasta que haya una actualización de motivaciones y ofertorios.

Todos los padres de gays demostraban apoyo por sus hijos, los padres gays reafirmaban que lo eran, se pedía el matrimonio, había mucho jolgorio y gritería, y TODOS en las carrozas patrocinadas ostentaban unos cuerpos formidables. Se regalaban preservativos, botellas de un agua con sabor a mierda que demarcaran más los músculos después del diario gimnasio, otras que presumiblemente daban energía (¿a los jóvenes?, Humm), se recordaba la lucha contra el sida y las organizaciones de salud nos recordaban su existencia al servicio de la comunidad.

Todo estaba bien mezclado, pero la bandera oficial no era la de las franjas sino la exposición de productos y servicios a un mercado inmenso. Bueno, así funciona esto, pensé, es una realidad y hay que masticarla y tragársela.

Mi desasosiego empezó cuando vi que el paradigma de presentación que hasta donde había cnocido era: «mi nombre es tal, tengo esto y aquello», se había ampliado a: «mi nombre es tal, soy gay y tengo esto y aquello». Humm. La identidad se había enriquecido, se había diversificado al punto de incluir la sexualidad EN TODO momento. Yo no era solo mi carro, mi casa, mi ropa sino también mi preferencia sexual.

El sitio de trabajo también parecía incluir esa celebración permanente de la sexualidad, y las fotos de hombres fuertes y sin camisas debían inundar las oficinas de los miembros comprometidos con la comunidad. Muchos vivían en el barrio gay, trabajaban para negocios gay e iban a un dentista gay. Humm, el olor a guetto me asaltó, trastornó mis fosas nasales inclinadas al olor de la comida cubana, española, china o peruana. Entonces emergió esa malévola parte de mi personalidad, un reguilete que intenta cuestionarlo TODO. (¿No será mejor callarse el hocico? ¿Quién oye, en definitiva, como no sea a los especiales y a los cupones de ahorro?)

Entre la gente que conocí por aquel entonces estaban dos americanos GAYS programadore$$ de computación, que aunque no tenían carro habían invertido en sendos edificios y viajaban por el mundo entero. Humm, todo no era exhibicionismo y ostentación en MI COMUNIDAD, seguía aprendiendo, mi vida era interesante.

Tenía de vecino a un mexicano que había perdido a su amante en un accidente. Su enorme odio por la familia de su ex, que expresaba constantemente, me llenaba de curiosidad. Trataba de pacificarlo, de sugerirle que dejara el pasado atrás, ese tipo de consejo que cae en oídos sordos si se disfruta del odio. Hasta que cansado de mis intentos pacificadores, me contó la historia que era en realidad de armas tomar.

Su pareja y él habían trabajado como unos caballos, para comprarse una finca donde criaban muchos de esos vistosos cuadrúpedos, de raza, que entrenaban y vendían. Una noche el americano, supongo que por el agotamiento caballuno, se quedó dormido al volante del carro, chocó y fue a parar a un salón de cuidados intensivos de donde no salió vivo. Mientras tanto, la familia del hombre no permitió que el mexicano visitara al moribundo. Y a su muerte, madre, padre y hermanos simplemente se tragaron TODO lo que los dos tenían, incluidos caballos, finca, carros y el copón y la vela. La pareja no se había preparado para la muerte, cosa por demás casi natural en una cultura que no reconoce lo feo ni lo molesto, lo chiquito y lo simple, qué decir de la desaparición forzosa individual de la superficie de este planeta.

De más está decir que entendí el odio de mi vecino, y evité toda próxima referencia al asunto. En mi proceso de aprendizaje y calibración, seguí asistiendo a los desfiles gays, donde además me encontraba con la gente que uno solo puede saludar de verano en verano.

Mi calibración se descalibró con el inicio de la guerra de Busch. Aunque la conquista petrolera no pareció afectar para nada el tema de los desfiles, que seguían siendo los mismos. La comunidad gay no se había enterado todavía de que estábamos matando gente inocente colateralmente (de acuerdo con los partes). La comunidad estaba tan inmersa en sus propios problemas de casorio-adopción, había tan intensos debates sobre el pecado, las religiones que aceptaban gays y las que los odiaban, los funcionarios que salían del closet, los que se mantenían en ellos. El chismorreo estaba, y está, al máximo. ¿Puede haber algo más divertido?

Como nunca me había quedado muy claro eso de celebrar mi sexualidad, porque no la consideraba buena ni mala, sino una parte de mí, NO yo, continuaba prefiriendo colgar hermosos paisajes en la pantalla de mi computadora antes que torsos masculinos. Después de todo, lampiños o velludos, fuertes o planos, eran solo eso: la parte superior del cuerpo masculino. Los colores de la naturaleza, sus texturas sus manifestaciones infinitas son más interesantes, amén de que no ostentan de su belleza. Quizás fui un contemplativo militante en una vida anterior.

Entonces, entre desfile y desfile, visité con unos amigos la impresionante isla donde vivió Marguerite Yourcenar por 40 años, Mount Dessert, en Maine, hecha a la medida de esa gran escritora y extraordinaria mujer. Era un fin de semana largo del 4 de julio, y para nuestro asombro vimos a un grupo de isleños desfilando con carteles en contra de la guerra. De inmediato nos sumamos a sus gritos contra Bush, el Ñame con Corbata.

Les conté a mis amigos que la Yourcenar había protestado contra la guerra en Viet-Nam por aquellas mismas calles, cincuenta años atrás. «Ustedes, cubanos de mierda, ¿por qué no regresan de donde vinieron?», le gritaron al grupo donde se destacaban Marguerite y Grace. Ambas deben haberse cagado de la risa. Ese interludio de carcajadas provocado por la expresión de una ignorancia tan patética, tiene que haber relajado un poco a los manifestantes y recargado sus gritos contra la guerra.

Estábamos todavía impactados por la visita a Petite Plascense, la casa-museo donde Marguerite y Grace habían sido sin duda extraordinariamente felices. Habíamos visitado la cocina donde Grace hacía dulces para repartir a los niños en las festividades y la gran señora de las letras cocía el pan de la cena.

La vida de aquellas mujeres sí me definía lo comunitario: participación en el mundo, integración, goce de no ser solo una pareja sino formar parte de una realidad mayor que incluía muchos amores, como hermosamente describe Erick From en su clásico arte de amar.

Pero seguí yendo a los desfiles gays, y calibrando. Aquella celebración de la sexualidad que incluía, claro, la reclamación de derechos y la exposición de productos y de políticos a la caza de votos, se extendía por varios continentes. Había UNA FECHA para la celebración, como había OTRA para hacer conciencia sobre el sida. ¿No sería que en el fondo nunca se había dejado de considerar la GAYCIDAD como una MALADIE intratable y, por tanto, era preferible asimilarla oficialmente? De nuevo, la homogeneidad desplazaba a la especificidad y la asimilación diluía la individualidad , pero de forma tan sabia que parecía exactamente lo contrario.

Y cada vez me gustaba menos la forma en que los policías sacaban a la gente de la Avenida Halstead al terminar el desfile, para que acudieran las limpiacalles y los manguerazos de agua a lavar (¿el pecado?), y permitir que los negocios volvieran a funcionar rápidamente después de la celebración (¿la demencia?). Después de cada desfile, yo seguía calibrando.

Si existía una Internacional Gay, una suerte de comunidad transoceánica militante que representaba al gozador-hasta-el-fondo-sin-parar-jamás, pero que a la vez defendía los susodichos derechos humanos y las bodas, las adopciones y la redefinición del matrimonio, entonces las fichas del rompecabezas no encajaban bien. Porque, ¿no había gays en Iraq, en Afganistán, en Arabia Saudita? ¿Por qué apabullaban a ALMUHEDINAYAD (o como se escriba) y mencionaban la realeza del golfo peninsular donde las lesbianas no pueden manejar, por ejemplo?

Y ahora, ¿es que no hay gays en Libia? ¿Cuál será el próximo zarpazo del complejo militar industrial y la industria petrolera? ¿Venezuela? ¿Seguirá la «comunidad» tan centrada en sí misma como si nada pasara fuera de sus muros?

Y por otro lado, ¿cómo contribuían el jolgorio, la exhibición de músculos, las pelvis movedizas y los lenguazos públicos a educar a la gente, a abrir caminos de comprensión, a demostrar lo obvio? Más práctico es lo que hace Cuba al educar y promover el debate, al crear un espacio para el cine Diferente, y mostrar al ser humano común y corriente que hay en cualquier homosexual, transexual o bisexual, por encima de la francachela.

Después de tantas calibraciones y sondeos, especulaciones y cantinfleos, me decidí. Ya hoy prefiero la conga de La Habana, sin fecha fija ni sodas matadoras, sin feria de músculos ni gritos falsos, a tambor limpio y bajo el brillo permanente del Caribe.

Tomado de kaosenlared.net

Junio 2011

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