En 2013, sin ningún revuelo, la cadena brasileña O Globo comenzó a transmitir la telenovela Amor à Vida (Rastros de mentiras en Hispanoamérica). Pero, cuando concluyó la emisión, casi un año después, el melodrama de turno había movilizado la opinión de millares de amantes e incluso desafectos del género.

Un beso gay —una simple y natural caricia— ubicó a las audiencias en las antípodas. Y catapultó a O Globo a la categoría de primera cadena en transmitir, en horario estelar, un beso entre dos hombres. Una campaña mediática, impulsada a través de las redes sociales por miles de defensores de los derechos de las personas homosexuales, casi exigió a la cadena que los dos amantes se besaran abiertamente, sin escamoteos de la cámara.

Y en el último capítulo de la telenovela, como un gesto inusitado, tristemente atípico, los dos hombres dieron pruebas de su amor frente a millones de brasileños. Pero, a pesar del hito, un solo beso todavía no alcanza para erradicar décadas de violencia simbólica (televisiva) hacia las personas LGBTQI (lesbianas, gais, bisexuales, transexuales, queer e intersexuales). A lo largo de la historia de la televisión en Brasil —en cualquier país, posiblemente— los homosexuales han sido construidos o representados casi siempre como bufones, villanos sin corazón, seres débiles o pecadores supliciados.

Por eso, la demanda que cundió las redes sociales del gigante sudamericano, además de sacudir a O Globo para que “permitiera” la ansiada escena, también logró demostrar que las personas homosexuales, cuando son representadas en las telenovelas, no besan a sus parejas ni evidencian físicamente su afecto hacia el otro amado, a diferencia de los personajes heterosexuales.

Por supuesto, la representación poco realista de las parejas gais o lesbianas no resulta “patrimonio” exclusivo de Brasil, sino que, como han demostrado numerosos investigadores, permean toda la producción de melodramas latinoamericanos. Solo el cine, mediante historias sensibles que exploran las emociones de los seres humanos indistintamente de su orientación sexual, ha logrado recrear sin tapujos el amor (físico) entre personas del mismo sexo. (Y no me resisto a mencionar solo tres filmes estrenados en lo que va de siglo, donde se revierte la lógica del ocultamiento sexual o la castración afectiva de las personas no heterosexuales: Mulholland Drive, Brokeback Mountain y Carol).

Pero, en televisión, el alegato reaccionario que indica no herir la sensibilidad del público con “escenas demasiado fuertes” permite discriminar, ocultar o relegar los conflictos y la intimidad de parejas no heterosexuales. A estas alturas, se puede asumir que detrás del rechazo o temor de los guionistas para incluir en los libretos situaciones amorosas entre dos hombres o dos mujeres, o debajo del “sentido común” que obliga a las cámaras a retirarse ante las muestras de afecto entre parejas gais y lesbianas, todavía persisten concepciones homofóbicas del arte y, especialmente, de la recepción de los productos artísticos.

Mientras que realizadores, ejecutivos o decisores sostienen en vano que las personas no están preparadas para aceptar un beso gay, una simple operación homofóbica, parapetada en el supuesto respeto a los televidentes, fortalece en las pantallas la heteronormatividad como única opción posible o, al menos, como la mejor aceptada. Claro está: en Brasil o en Cuba, las escenas de amor entre personas del mismo sexo provocarían cierta alharaca, algún revuelo. Pero, a sabiendas de que el amor homosexual no resulta innatural, inmoral, penoso, gravoso o nocivo para la infancia, como tantas veces se ha tratado de sostener, ningún otro pretexto diferente a la homofobia justificaría la castración afectiva de los amantes no heterosexuales.

En ese panorama, el estreno en Cuba de Rastros de mentiras nos convida a pensar, otra vez, sobre la representación de sujetos LGBTQI en las telenovelas de la isla. Hace poco, por ejemplo, la televisión nacional transmitió la teleserie Latidos compartidos, donde alcanzaba inusitado protagonismo una pareja de hombres gais.

Entonces elogié que no se trataba, “como casi siempre, del amor entre dos jóvenes que descubren su homosexualidad y luchan por aceptarse y ser aceptados. No. En tanto recreación artística de la realidad, el guion les concede igualdad de condiciones que a los personajes heterosexuales (…) El hecho parece insulso, pero cobra más sentido cuando asumimos que se trata de una pareja gay presentada en su condición de familia, hecho sin muchos precedentes en la televisión nacional”.

Sin embargo, solo después pude percatarme, gracias al llamado de atención de otros televidentes críticos, que los dos amantes jamás se besaron, jamás se tomaron las manos, jamás se acariciaron. El espejismo de la aparente igualdad de condiciones rodaba por el piso cuando se analizaban diferentes parejas en un mismo plano: solo los gais no llegaron a besarse o a tomarse las manos.

Por otro lado, en numerosas ocasiones los editores cubanos han censurado escandalosamente escenas de amor homosexual en series o en disímiles películas de producción extranjera, mientras alteran sin recato la narración de esas obras. (Véase, nada más, el caso extremo de Anatomía de Grey). En ese continuo de recortes y ediciones, cabe preguntarse si los personajes gais llegarán a besarse en el último capítulo de Rastros de mentiras. ¿Llegará alguien a mantener esta vez que la teleaudiencia no está preparada, o que no era, todavía, el momento?

Aún estamos por saber si el primer beso transmitido en la televisión brasileña será también el primer beso de la televisión cubana. Aunque, a estas alturas ya deberíamos exigirles a nuestros propios realizadores que construyan personajes homosexuales en su condición de seres humanos afectuosos y no castrados afectivamente. De todas maneras, cuando el último capítulo corone Rastros de mentiras, sin movernos de nuestra posición frente al televisor, de forma tan simple, podremos otear el camino de prejuicios que falta por recorrer.

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