Los adultos insistimos en considerar la niñez como el período dorado donde todo es risa y ternuras. Sin embargo algunas personas tienen una experiencia muy dolorosa sobre esta etapa de la vida y como un peso plúmbeo la llevan sobre sus hombros. ¿Cuál es la piedra filosofal que en esta suerte de alquimia negativa transforma el oro infantil en un plomo difícil de cargar? En la mayoría de los casos es la violencia.

Es la niñez la etapa donde el proceso incesante de la socialización humana tiene mayor efecto en el moldeo de identidades y comportamientos. Se aprenden las reglas por las cuales la persona se regirá el resto de su vida, se consolidan valores y principios morales, se muestra a cada individuo cuáles deben ser sus roles y sus estatus. En este proceso, el aprendizaje de las normas de género, adjudicadas a partir de la morfología de sus genitales, es de suma importancia en la determinación de todo lo antedicho.

Las normas sociales no son homogéneas: pueden variar de familia en familia, de acuerdo a clase social, procedencia, etnia, religión, etcétera. Cada individuo las aprende de manera creativa. La crianza no es un proceso en el cual se escribe en una tabula rasa, sino una interacción compleja entre una persona en formación –con sus deseos e intereses- y una sociedad multívoca que habla de diferentes maneras y donde existen diferentes concepciones sobre un mismo punto, verbigracia, el género. Cómo ser hombre o ser mujer depende de cuáles hayan sido las expectativas sociales (a veces diferentes en la familia materna y la paterna) y la asunción personal. Es fácilmente comprensible entonces que un individuo se resista a asumir ciertas normativas con las cuales no corresponde su deseo o que las asuma de modos diferentes al esperado.

Así, encontramos niñas que aunque nacieron con genitales de varón siempre se han sentido más acorde a lo considerado femenino, es decir, exclusivo para aquellas personas que nacieron con vulva, o viceversa. Lamentablemente el no cumplimiento de una norma conlleva una sanción social, permanente en muchos casos, hasta que se adapte la conducta en función de lo establecido. Ese puede ser el reino de la violencia inmisericorde. La niñez es también un período donde no se cuenta con recursos de ninguna especie para afrontarla. La dependencia económica y emocional pone al individuo en una posición de especial vulnerabilidad.

Los niños/as que van creciendo con una identidad de género diferente a la esperada son sometidos a una brutal exposición a la violencia en todos los ámbitos de su vida infantil. En la familia, en la mayoría de los casos, no están preparados para enfrentar esta situación y se suceden los castigos físicos, los insultos, las miradas y gestos despectivos ante un infante que aún no entiende bien por qué no es aceptado por sus propios padres. El área familiar, ese lugar donde debía encontrar el cuidado y la protección se transforma en lo opuesto: la persona crece entre el rechazo de los más próximos, en un período donde aún no conoce bien todas las reglas. El conflicto de evitación- aproximación de sus padres y de los suyos lo aprende y lo internaliza respecto a sí mismo: no está bien, es algo (ya no alguien) que no es querido: no se puede querer por ende. Se desprecia porque lo desprecian: lo peor es que no sabe cuál es la causa.

En el período escolar este conflicto se intensifica: la persona sale de la familia y entra a un ambiente menos protector. En la escuela se le somete al abuso de sus condiscípulos y la desaprobación de los maestros. En la casa no encuentra el espacio de sanación, apoyo y defensa que necesita. Al contrario, este es un momento en el que los padres comprueban que el manierismo que quisieron creer transitorio se hace permanente. Además, también ellos tienen una presión social: ¿qué hicieron mal que su hijo/a “salió así”? Ante la mirada de los otros padres, de su propia familia sienten que fallaron en algo. Generalmente no tienen la asesoría que necesitan, así que arrecian con las correcciones en un intento desesperado de lograr que su hijo/a se “arregle”. Al comprobar que no lo logran pasan al desprecio, al silencio, al rechazo explícito.

Por su parte el niño, la niña, no tiene prácticamente compañeros de juego, no cuenta con la aprobación de sus padres, está obligado/a a permanecer ocho horas en la escuela ante las burlas y el maltrato físico de sus compañeros, a veces del personal escolar, docente y no docente. En las clases de educación física, por ejemplo, se siente en el potro de tortura: se le exige que cumpla con el rol que no siente. Comienza el bajo rendimiento escolar y el ausentismo ante la indiferencia de una familia que ya muchas veces desistió de apoyar a ese vástago “torcido”: se suma otra causa de rechazo, se le supone baja capacidad intelectual.

En cuanto puede este niño/ niña abandona la escuela donde no se siente aceptado agregando una desventaja más para su vida futura: la baja calificación. A veces, al comienzo de la pubertad es expulsado de su casa. Las experiencias de abuso sexual en infantes tan vulnerabilizados son muy frecuentes. La opción que aprenden de sus pares a muy temprana edad, en ocasiones ante de los doce, es que la transidentidad implica la prostitución. Hay familias que se aprovechan de eso y los explotan, como también hay parejas que hacen lo mismo. Las ávidas necesidades afectivas de personas rechazadas a lo largo de toda su vida las hacen más proclives al chantaje emocional. La autoestima endeble y la ausencia de proyectos de vida hacen que no tengan en cuenta su autocuidado: se trata de un vivir al día, por eso si hay un cliente que pague más por un sexo no seguro, o una pareja ocasional atractiva que se niegue a protegerse se accede con facilidad. El aumento de personas trans infectadas con VIH está relacionada directamente con una historia de vida signada por la violencia en todos los ámbitos, por tanto, solo atacando a la causa de esta vulneración de derechos se podrá contrarrestar el incremento de la epidemia en esta población.

En el ámbito de la salud también hay derechos cuestionados. Para estas personas la transformación de sus cuerpos de acuerdo a la imagen que tienen sobre sí, no es un capricho pasajero, sino una necesidad sentida. Adecuar su corporalidad es la forma de apuntalar su autoestima y sentirse más aceptadas. Sin embargo no existe esa posibilidad en nuestro sistema de salud antes de que cumplan los dieciocho años. Para ese entonces el proceso biológico de masculinización o feminización ya está prácticamente terminado.

Con el comienzo del desarrollo de los caracteres sexuales secundarios se intensifica una crisis con la propia imagen: el rechazo a rasgos con los que no se identifica se suma a que el contraste entre su gestualidad y comportamiento con su naciente transformación física agudiza el acoso al que son sometidos. El surgimiento de vellos en el rostro o en el pecho, el desarrollo de la nuez de Adán, la transformación de la voz, el incremento de la amplitud de los hombros, el aumento del tamaño de los genitales o de los senos (en el caso de los nacidos con vagina) es un verdadero tormento para estas personas. Cuando puedan acceder al sistema de salud ya todo esto se desarrolló y además no tendrán soluciones quirúrgicas que ayuden en detalles como el cuello, los muslos, las caderas. Nuestros protocolos se limitan a considerar el acompañamiento, muchas veces muy lento, con salud mental, el tratamiento hormonal, la mastoplastia aumentativa o la mastectomía, la vaginoplastia y la faloplastia. El resto del proceso de masculinización o feminización no tiene respuestas aún.

Estas personas por tanto comienzan a automedicarse desde muy temprano, de diez a catorce años, administrándose tratamiento hormonal con altas dosis, los cuales posibilitan trastornos metabólicos, cardio y cerebrovasculares, neoplasias, etcétera. También ha habido casos que acuden a personas irresponsables que sin las condiciones necesarias mínimas las intervienen quirúrgicamente y les hace implantes de sustancias no recomendadas. Los precios son exorbitantes. Varias han muerto ya. El sistema de salud debe tomar cartas en el asunto con mayor rapidez.

Es cierto también que para nuestros médicos la administración de tratamiento hormonal feminizante o masculinizante a niños/as prepúberes se traduce a un problema ético que debe discutirse. Quizás si estos infantes no tuvieran la presión social de adecuar sus cuerpos a su imagen necesitaran menos la intervención médica, pero mientras tanto ¿qué se hace?

El objetivo de este escrito ha sido sencillamente aportar algunos elementos para la divulgación de esta larga historia de violencia a la que son sometidas desde la niñez en todos los ámbitos de su vida algunas personas dentro de nuestra sociedad. Algunos de los problemas que protagonizan en la adultez parten de esta larga acumulación de violencias ejercidas desde todas partes sobre los cuerpos y los derechos de personas cuyo único pecado fue asumir ciertas normas de manera creativa e individual. El dolor que han experimentado es inútil y a nadie beneficia. Es necesario sensibilizarse al respecto, discutir, tomar decisiones para que todos/as nuestros/as niños/as puedan tener la infancia dorada que se merecen. La pregunta que quiero dejar es: ¿qué hacemos por sus derechos? ¿Qué podemos hacer?

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