Activismo y Nación en la imaginación política

A pocos días de ser presentado el anteproyecto de la futura Constitución a la Asamblea Nacional del Poder Popular, las redes sociales se han caldeado en el intercambio de declaraciones, imágenes y comentarios de diversos activistas sobre la creciente inflexión discriminatoria, en el espacio público y mediático, de dos esferas muy importantes: la iglesia y el sector privado.[1] Producidos de manera no conectada entre sí, los hechos que han dado pie a la polémica inquieren a una misma realidad: la crisis institucional en torno a la violencia homofóbica y transfóbica, y la carencia de mecanismos políticos y jurídicos que protejan a los sujetos ante posibles vulneraciones. La libertad religiosa[2] y el derecho de admisión[3] fueron los estandartes para menoscabar la dignidad de las personas con identidades no heteronormativas, sin que el gobierno, como árbitro imparcial, responsabilice por los excesos de autoridad, penalice por los daños causados y reconstruya el escenario cívico como Estado de Derecho. El silencio político nos hace pensar en lo imperativo de un marco legal que contemple los valores ciudadanos ampliamente, desde la perspectiva de los derechos humanos.

La introducción en el debate público de la orientación sexual, en los noventa, y la identidad de género, en los dos mil, ha sido muy reciente y conflictiva. Tampoco ha gozado de una sistematicidad en la producción científica y académica que genere una formulación orgánica en el ámbito jurídico. Además, las resistencias socioculturales, en cuanto a la despatologización de la homosexualidad en el contrato social heteronormativo insular, contribuyen a enlentecer el reconocimiento de una realidad marginada por siglos de homofobia de Estado. En consecuencia, aquello que se ha investigado en las últimas décadas proviene, en su mayoría, del mundo biomédico y salubrista, y se basa en la disparidad entre objeto (débil, enfermo, ignorante) y sujeto (profesional, consciente), aun cuando la intención sea aportar herramientas a grupos poblacionales en temas como ITS, vih/sida, autoestima, derechos sexuales, diversidad sexual, entre otros.

En la normativa actual, la orientación sexual y la identidad de género no constituyen bienes jurídicos transversalmente extendidos y, a diferencia de lo que sucede en el contexto internacional, no se han creado mecanismos sólidos para su protección y defensa. Solo desde el Centro Nacional de Educación Sexual (CENESEX) está creado el Servicio de Orientación Jurídica, cuyo rol constituye acompañar a las personas vulneradas, especialmente en temas de discriminación[4]. Los tibios intentos de incorporar estas nuevas conceptualizaciones en el Código del Trabajo (2014), la Política de país hasta 2030, elaborada desde 2009 con los Lineamientos hasta la aprobación de la Conceptualización del modelo económico y social cubano de desarrollo socialista, en el VII Congreso del Partido en el 2017, han sido expresión de intensos debates entre activistas, decisores y legisladores, sin que suponga una transformación social ni de percepción en cuanto a las relaciones de las personas lesbianas, gais, bisexuales y trans (LGBT).

Sumado a lo anterior, existen otros peligros asociados a la naturaleza del discurso jurídico cubano. Tomemos por caso el núcleo semántico del concepto “género”[5], que remite a definiciones que en la pasada década del setenta se referían al ámbito de actuación de las mujeres, blancas y heterosexuales; sus necesidades y aspiraciones políticas. Por tal motivo, resignificar ciertos desplazamientos semánticos no solo implica anacronismos desesperados y ambiguos; sino que además una legislación (post)moderna requiere de una nomenclatura coherente con las luchas por la justicia social de activistas, feministas e investigadores. En el debate académico en torno a la violencia de género coexisten dos posturas que demuestran el conflicto de estas discusiones: aquellos que consideran que debiera crearse una ley para la prevención de este fenómeno y otros que discurren que no es necesaria una regulación nueva, cuando en las leyes actuales están prescritos estos elementos. Solo habría que ordenarlos en función de esta demanda. De esta última actitud, la reinterpretación llevaría a una modificación de las instituciones; sin embargo, la praxis jurídica no ha sido alentadora en ese sentido. También la directora del CENESEX y diputada Mariela Castro Espín ha dicho públicamente, en declaraciones recientes, que es mejor introducir modificaciones en las leyes vigentes, a esperar que el proceso legislativo convoque a nuevas leyes. Si bien este pragmatismo se ubica en la atención a las víctimas con mayor urgencia, solo son paliativos que, a la postre, haría depender de la sensibilidad del operador para distribuir la justicia y no de instituciones sólidas con un marco legal que respalden sus acciones.

II. ¿Imaginar(nos) sujetos políticos?

La esfera pública cubana en el último decenio se ha hecho más heterogénea, a raíz de los cambios políticos, sociales y económicos y, en consecuencia, los sujetos más diversos en su representación. Vuelvo sobre el concepto del filósofo Jünger Habermas para replantear el escenario como un espacio en constante interacción entre lo público y lo privado, en el que se preserva la diversidad que asegura la democracia. Además, porque en 2010 definir “esfera pública” fue motivo de discusión entre académicos y blogueros, al ensanchar el mapa hacia lo virtual. El suceso que desató ese análisis fue la “guerrita de los emails” de 2006, cuyo desborde rearticuló testimonios, posturas políticas y reflexiones sobre la pasada década del sesenta, la homofobia y la sociedad cubana pasada y actual. Otro aspecto importante es que, por primera vez, las voces de la diáspora y/u opuestas al sistema participaban del diálogo aportando otra cromaticidad al debate. Desde ese entonces, el termómetro de las discusiones sobre la Nación se modula en las redes virtuales, al tiempo que los medios de comunicación oficiales quedan a la zaga informativa de la gerencia del Estado cubano.

¿En este contexto, cómo imaginar a los sujetos políticos diversos en un modelo heteronormativo de vivir y pensar? ¿Cómo incluir cuestiones libertarias de la sexualidad en la política, cuando los mecanismos formales han notado su desgaste? ¿Está en condiciones el Estado de ampliar la base ideológica para repensar la sociedad desde la legitimidad per se de las identidades no heteronormativas?

En su Historia de la sexualidad, Michel Foucault afirma que “todo poder genera su propia resistencia”, lo cual es muy productivo para comprender que el poder heteronormativo genera resistencias que no se pueden comprender en las claves del marxismo clásico, sino que los flancos se difuminan y se imbrican con otras desigualdades como racismo, acceso económico, contexto geográfico, discapacidad, entre otras, y se solapan en las instituciones sociales. Poco se sabe sobre cuáles son las consecuencias al superponerse factores sociales que insisten en la reproducción de las inequidades. Por ejemplo, ¿cómo se establecen las dinámicas de desarrollo entre las variables del color de la piel, acceso económico y orientación sexual, cuando se conoce que el acceso a la universidad, por décadas, se ha estado blanqueando? Hoy se conocen las limitaciones de las políticas sociales para llegar a “todos” los ciudadanos. Es el caso de la falta de acceso de las mujeres lesbianas a la reproducción asistida, o la alta deserción escolar de las personas trans, en edades en las que la educación es obligatoria. Desde luego, un análisis de este tipo conllevaría un replanteo de la ejecución de las políticas sociales históricas y construir un escenario más global para la participación en red de sujetos vulnerables. Los ámbitos de actuación de los sujetos tendrían que ser multidimensionales, en tanto constituyen una identidad plural y legitimada y con diversas competencias reconocidas. De igual modo, las diferentes organizaciones sociales están obligadas a ampliar el acceso de los sujetos en la sociedad.

Las discusiones sobre el matrimonio igualitario constituyen una expresión en sí misma ambigua, pues abren el espectro semántico hacia dos posiciones peligrosamente tangenciales: una, si las personas dentro de él deben mantener iguales condiciones, derechos y oportunidades; con lo cual el cambio intenta equiparar las relaciones sociales, de por sí desiguales por determinantes de género, sociales, culturales, religiosos, de color de la piel, etc. La otra, si el Estado, como garante de los derechos de la ciudadanía, está obligado a reconocer la legitimidad de todas las personas a contraer el matrimonio de acuerdo con su elección, más allá de su orientación sexual e identidad de género y no por dictados socioestructurales heterosexualizados, como ha sido el devenir histórico. En este caso, el adjetivo igualitario no se refiere a la legitimidad del hecho, ampliamente demostrada, sino a la legalidad del acto matrimonial.

En consecuencia, la ambigüedad complejiza el reclamo porque, evidentemente, no cierra el círculo hacia las personas LGBT, en última instancia las más precarias en el acceso al matrimonio y a todo lo que rige. A la par, perpetúa la ideología reproductivista —de la especie, capitales económico y simbólico, expresiones heteronormativas de género, de clase, etc. — como valor fundamental para la relación y existencia conyugal, en tanto el matrimonio igualitario como derecho humano no trasgrede los límites de la sociabilidad heterosexual. Las demandas sociales, laborales y políticas LGBT revindican los derechos sexuales como derechos humanos, pero tampoco mellan la estructura ideológica que es la heterosexualidad hegemónica. Lo que está en crisis no es ella en sí misma, sino la institucionalidad que la sustenta. La fórmula del matrimonio igualitario no resuelve el problema per se, es solo un paliativo reacomodado en un espacio de mayor tolerancia, ni siquiera en un espacio real de participación y legitimación social, aunque sus defensores articulen la cuestión del patrimonio, la adopción y el reconocimiento social, en esencia. Por ejemplo, las mujeres, como sujetos sociales, han sido más reprimidas dentro de la institución matrimonio, de acuerdo con el control social y sexista sobre la herencia, la descendencia y la movilidad social. El espacio público se expresa aún en hombres y mujeres; la periferia aguarda el lugar de los marginados sexuales. El matrimonio, institución clave de la heteronormatividad occidental, si no se dinamita como institución real, seguirá afinándonos para ser absorbidos por la heterosexualidad universal, que es la clave última del sistema.

El temor a las etiquetas, como comunidad LGBT, ha paralizado la capacidad creadora de comprender las identidades como hecho revolucionario, libertario y de resistencia. Se sabe que toda identidad aprisiona, reproduce desigualdades, violenta y homogeniza, pero también ofrece un espacio de acción, confluencia y completitud. En cambio, toda libertad se manifiesta entre el control social —el contrato social desde Hobbes a Rousseau— y la soberanía individual. Judith Butler ubica, pues, en la lógica jurídica, al sujeto y la posibilidad de repetir la hegemonía, de hecho, puramente artificial, pues repetir no significa calcar de manera precisa y automática. El sujeto no preexiste, no es una entelequia kantiana; coexiste o postexiste en la sociedad y en la socialización del poder al margen de su locación sociocultural, aunque el imperio de la naturaleza y la biología pareciera autonomía absoluta, forma parte, cada vez más, del dominio también de la cultura.

La corrosión del matrimonio heterosexual no detiene el reclamo de esta figura jurídica, a pesar del aparente desuso. Como institución ha perdido su densidad simbólica en nuestro panorama debido, entre otros elementos, al rol protagónico de las mujeres y el respaldo político en la sociedad desde 1959; además, la disolución histórica de una moral y una institución cristianas que, aún para el continente, deciden la política doméstica de muchos países, contribuye a pensar la complejidad del tema. En países donde se ha aprobado el matrimonio igualitario, luego de la eclosión mediática por la novedad, el sistema ha metabolizado perfectamente la cuestión legal y burocrática y, aunque la organización familiar se ha ampliado, la representación social no trasciende la discriminación y la homofobia estructurales.

El matrimonio entre personas del mismo sexo, género o deseo tiene que romper con las barreras correctivas de la heteronormatividad, para transformar las relaciones sociales, en sentido libertario. La formulación meramente legal del matrimonio igualitario no desborda los límites de la heterosexualidad hegemónica; solo desplaza su institucionalidad a un mayor espacio de tolerancia. En cambio, debería originar la transformación de las demás instituciones de manera holística y, en el orden práctico, construir representaciones afirmativas desde lo social, político, económico y cultural. Por ello, denominarlo matrimonio igualitario continúa lastrando lo políticamente correcto o, peor aún, la discriminación positiva para visibilizar el amor o la unión consensuada de personas con identidades no heteronormativas. Si es matrimonio, debe ser a secas y al Estado y demás instituciones sociales les corresponden garantizar los usos que de él se hagan, reconocer la legitimidad y no forzar a la ciudadanía a construir su movilidad social en los modelos establecidos.

[1] Prefiero referirme al sector privado y evitar el eufemismo criollo “cuentapropismo” que, en nuestro contexto, tiene un matiz denigratorio ante las variadas actividades económicas que se realizan sin la gestión estatal.

[2] El 28 de junio, la Iglesia metodista de Cuba, en su perfil público de Facebook, colocaba una declaración oficial, firmada por cuatro denominaciones cristianas más, Convenciones Bautistas Occidental y Oriental, la Liga Evangélica de Cuba, y la Iglesia Evangélica Asambleas de Dios, en la que se oponían al matrimonio entre personas del mismo sexo/género, apelaban a la familia heterosexual y patriarcal y acusaban a la ideología de género, como una corriente del pensamiento feminista, contraria a los procesos de emancipación de Cuba y de los países comunistas.

[3] El 10 de julio, el fotógrafo Brian Canelles publicaba en su perfil de Facebook la expulsión sufrida en el capitalino Bar EFE, por haberse besado con su pareja en ese centro nocturno. Este hecho generó una fuerte reacción por parte de activistas y artistas que se solidarizaron con ellos y repudiaron esta acción.

[4] Manuel Vázquez Seijido et al. Derechos sexuales en Cuba. Experiencia desde la praxis en el Servicio de Orientación Jurídica del Centro Nacional de Educación Sexual. Editorial CENESEX, La Habana, 2017.

[5] No es lo mismo hablar de género, como constructo social e histórico que, a través de los roles y las expresiones, remarca las diferencias entre lo masculino y femenino; el primero con mayores privilegios, en detrimento del segundo. En cambio, identidad de género se refiere a la concienciación del género, más allá de lo socialmente establecido para uno y otro sexo.

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