Cooke es modelo. Modelo y conejita Playboy. Un día descubrió que alguien había subido fotos de ella desnuda en páginas de internet sin su consentimiento. La historia varía dependiendo del sitio web. En unos casos se trataba de un exnovio, en otros, de un amigo —por llamarlo de alguna forma—. En algunas versiones él estaba ganando dinero con esas fotos, en otras, no se especifica por qué decidió subirlas. Algunas páginas mencionan que las imágenes eran montajes de la cara de Cooke, recortada y pegada en otro cuerpo desnudo.

En cualquier caso, todos los relatos coinciden en cuál fue su solución: decidió hackear la cuenta de este amigo-enemigo-ex y borrar todas las fotografías. Tras este aprendizaje, cuentan las páginas web, decidió ayudar a otras mujeres a hackear y quitar las imágenes que habían sido publicadas sin su consentimiento.

Si buscamos “hackers”, Google ofrece, a 15 de junio de 2021, aproximadamente 94.100.000 resultados que hablan de qué es el hackeo, qué es un hacker, quiénes son los mejores del mundo — hombres— y un sinfín de entradas más sin rastro de mujeres. Si escribimos “hackers mujeres”, el buscador arroja 1.780.000 resultados —el mismo día, casi a la misma hora— con historias de mujeres excepcionales y sexualizadas, como el caso de Cooke: las listas no solo recogen nombres, sino fotos de ellas con posturas sugerentes. Están, en general, bastante buenas, en el sentido heteronormativo de la palabra. Las palabras sexy, bella, guapísima, espía Mata Hari y otros tantos lugares comunes se repiten en descripciones y titulares.

Algunas trabajan en seguridad digital, otras han sido estafadoras y, en varios casos, como en la historia de Cooke, el origen de su destreza se encuentra en delitos relacionados con violencias machistas. “Es difícil convencer a la gente de que la privacidad importa. No nos damos cuenta hasta que la perdemos, nos quitan la personalidad digital o tenemos un problema de extorsión sexual”, explica Susana Sanz, experta en seguridad y privacidad digitales. Desde la organización Balkon Taktiks, en Ámsterdam, imparte talleres sobre safe dating (citas seguras), dando pautas para prevenir esas situaciones.

El nombre de Natasha Grigori también se repite en las listas de hackers famosas. Ya fallecida, está considerada una de las pioneras. En los años 90 fundó la organización Antichildporn.org, que combate la pornografía infantil en internet. Desde esta entidad, formada por un grupo de entre 30 y 50 piratas de distintas partes del mundo, aseguran que encontrarán y arrestarán a quien “produzca o aloje materiales de pedofilia”. Reciben urls de cualquier parte del globo y alrededor de 2.000 informes mensuales sobre webs de este tipo. “Natasha, también conocida como Tashie, era un verdadero ángel. Tuvo una vida difícil, abusaron de ella de varias maneras y estaba muy bien conectada en la comunidad de hackers. Quería combinar la fuerza de hacker para destruir esos servidores y procesadores de pedofilia, luego maduramos y decidimos procesar el material para arrestar a quienes consumieran, produjeran y alojaran [estos contenidos]”, cuenta por mail un colega que fundó la organización con ella. “Puedes llamarme Deepquest”, se presenta.

La idea de encumbrar a mujeres excepcionales, únicas, responde al arquetipo del conocimiento masculinizado. El estereotipo del hacker encaja ahí, uno poco como paradigma posmoderno — tecnologizado, deslocalizado— del genio de la modernidad. Sin embargo, cuando introducimos la búsqueda de “hackers feministas”, los aproximadamente 1.010.000 resultados se refieren en su mayoría a grupos de trabajo y colectivos.

¿Dónde están las feministas?

“Ser hacker es cuestionar el sistema, dar otras formas de uso a lo que nos plantean. No me quiero vincular con la imagen de Míster Robot, de chavalín blanco, heterosexual, de clase media-alta con su ordenador en su casa, que tiene un conocimiento que le vino del cielo”, cuenta Martu. Es integrante de la Labekka, un hacklab (espacio donde conocer, socializar y colaborar con personas interesadas en tecnologías) feminista que arrancó en Madrid, en Eskalera Karakola. Sus cinco integrantes colaboran ahora deslocalizadas. Cuestionan que el conocimiento se construya en solitario, uno de los pilares del hacker como mito. “Si estás 20 horas conectado, ¿quién limpia y quién barre?”, añade Inés Binder, otra de las integrantes.

Critican también el modelo de transferencia de conocimiento, porque más que una transmisión de saberes es una demostración. “Hay mucha cultura de ‘buah, bro, esto que has hecho, eres un crack’”, dice Marta Timón, otra integrante. Sus compañeras asienten mientras van recordando momentos en los que han acudido a talleres o charlas sobre programación y han visto una y otra vez estas dinámicas: el cuestionamiento a las mujeres que participan y quieren aprender, el dar por hecho conceptos clave para avanzar y no comunicarlos, el halo de complejidad que envuelve al mundo tecnológico. Por eso, una de las primeras iniciativas de Labekka fue lanzar un fanzine explicando, con un lenguaje accesible, cómo construir un servidor informático, o más bien, una servidora propia.

“Casi todas las grandes informáticas en los años 50 y 60 eran equipos de mujeres, muchas racializadas”, cuenta Sanz. “Cuando la matemática y computación modernas empezaron a ganar valor, nos echaron. Mientras la cultura popular siga reproduciendo el paradigma del geek tecnólogo antisocial y bastante misógino, nos veremos fuera”, explica la investigadora Gemma Galdon, especializada en la vigilancia, el impacto social, legal y ético de la tecnología, quien señala que la masculinización del sector se produjo cuando empezó a dar dinero. Galdón dirige la empresa Eticas Consulting, dedicada a la auditoría de algoritmos.

La expulsión de las mujeres de internet no es un hito histórico, sino una dinámica que continúa. El caso de Timnit Gebru es uno de los más conocidos. Investigadora pionera en el ámbito de la ética en la inteligencia artificial, Google la despidió en 2020. Según un artículo de El País, el motivo argüido para el despido fue un artículo en el que hablaba del enorme gasto energético que se hace al crear inteligencia artificial y también del sesgo de los datos, que perpetúa las injusticias sociales. Pero parece que la causa real era “la mujer negra enfadada”, como se autodefinió la propia Gebru, crítica con el gigante tecnológico. “Ahora también dicen que Richard Stallman, gurú de software libre, es un acosador que evita que las mujeres estén en la tecnología. Le sacaron de la asociación de software libre, pero ha vuelto”, cuenta por otro lado Raquel Reno, quien trabaja en derechos digitales en la ONG Article 19.

Algunas brechas de género: educación, programación y acceso

La brecha de género en las tecnologías se da en la educación universitaria, pero comienza en la escuela. “En primaria no hay diferencia entre niñas y niños en relación a las matemáticas, o todo lo que luego pueda conectar con la física, la computación o la ingeniería, incluso ellas tienden a ser un poco mejores”, explica Reno. A pesar de esto, diversos estudios muestran que es el propio profesorado el que desanima a las crías al caer en el estereotipo de que ellos son mejores en matemáticas.

“Los programmers piensan que las mujeres saben menos código que los hombres. Si ellas entran en empresas tecnológicas, donde encima hay pocas mujeres y no hay directivas femeninas o no binarias, se acaban yendo o dedicándose a otras labores que no son crear código. Y que seamos menos lleva a que haya más sesgos en los algoritmos”, cuenta Thais Ruiz de Alda, jurista e investigadora de datos y género; entre otros trabajos, coordina DigitalFems, donde diseñan servicios para incluir a más mujeres en los entornos tech.

La brecha se extiende también al acceso a las tecnologías. Según un informe de la Unión Internacional de Comunicaciones (UIT), en 2019 un 48 por ciento de mujeres utilizaba internet frente a un 55 por ciento de hombres. Es más, la paridad de acceso a escala mundial disminuyó entre 2013 y 2019.

Los motivos pueden ser varios. Mientras que en países como México o Brasil se han aprobado leyes en las que parte de la banda de internet se usa de forma libre —algo así como dejar banda de frecuencia para crear radios alternativas, pero en internet—, en Europa no es así y el manejo está en manos de grandes compañías como Telefónica o Vodafone. Dejar banda para uso libre “da espacio a que la gente cree redes comunitarias que van a funcionar como les dé la gana. En Europa no pasa”, continúa Reno. Una consecuencia de este monopolio en Europa es, por ejemplo, que las compañías han decidido cobrar sobre todo por los datos, que son lo más utilizado, y no tanto por las llamadas. Reno califica de “criminal” esta decisión: “Es como si vas al súper y hacen un cálculo de lo que más se consume para que sea más caro. Cuando hablamos de que algo solo es accesible para quien puede pagar, el número de mujeres con acceso siempre baja”.

Organización tecnofeminista contra el extractivismo

El marido de la politóloga Virginia Eubanks fue atacado por la calle y tuvieron que recurrir a su seguro médico para pagar la intervención hospitalaria. Debido a una serie de datos registrados sobre la pareja, el algoritmo paralizó al seguro a pesar de que estaban al corriente de los pagos. Con esta historia y el periplo que tuvo que sufrir para recuperar su prestación médica comienza el libro La automatización de la desigualdad.

El extractivismo de datos es quizá la vertiente más conocida del abuso de las tecnológicas. “Por primera vez en la historia es más caro olvidar que recordar. Todo lo que hacemos se registra y se recordará. Que tuvimos un bache económico, que salimos una noche y nos lo pasamos mejor de la cuenta, que en el trabajo hicimos algo que no teníamos que hacer. Esto construye nuestro perfil y se utiliza para determinar si accedemos a un crédito, a una universidad o cómo se categorizan los informes de asistentes sociales en los Ayuntamientos que te pueden denegar, por ejemplo, un bono social eléctrico”, explica la investigadora Galdon. Y no solo eso, en el Estado español los algoritmos ya miden también el riesgo de ser agredidas de las mujeres maltratadas o la posibilidad de reincidencia de las personas presas. La brecha de clase “no está tanto en las decisiones pequeñas como en las grandes. La deriva tecnológica muestra un mundo desigual donde los mecanismos de control biométrico están destinados al empleador y no a los trabajadores. Que los sistemas de reconocimiento no reconozcan a las personas negras en concreto no es una decisión que responda a la mala fe, sino a que solo hay ingenieros tomando decisiones que van más allá de la ingeniería. Les pedimos codificar un mundo que no entienden”, dice Galdon.

Ante esta situación, ¿cómo podemos organizarnos? Conectarnos de otras maneras y construir un internet distinto desde el software libre es una de las vías, algo así como hablar de soberanía tecnológica, apostar por otro modelo de producción. No es necesario que todas seamos hackers, pero sí que sepamos qué reclamar. Tanto Galdon como Ruiz de Alda o las compañeras de Labekka señalan que siempre se responsabiliza a las usuarias individuales de los datos que regalan, cuando la organización tiene que ser colectiva. También tienen claro que se deben exigir leyes y regulaciones que limiten a las grandes compañías. Hay que presionar a las instituciones para que contribuyan a la reducción del extractivismo.

Todo el mundo recuerda, por ejemplo, la decisión polémica de la Comunidad de Madrid de repartir comida de Telepizza entre el alumnado durante el confinamiento. Sin embargo, no se dijo demasiado cuando Samsung y Google regalaron tablets para que pudieran asistir a las clases online. “Esto es la visión tecnocéntrica, pensar que la tecnología es neutral. No se tuvo en cuenta que se estaban vulnerando los derechos de la infancia. Google y Microsoft, especialmente, están perfilando a los menores de edad. Cuando ese niño o niña salga del colegio ya sabrá usar esas herramientas, las va a pedir en el mercado de trabajo. Están fidelizando clientes desde los cinco años”, dice Inés Binder. Otra vía importante, señala Galdon, es crear asignaturas de ciencias sociales en carreras tecnológicas y viceversa. También organizar grupos interdisciplinares de estudio y de trabajo, con académicas, instituciones públicas dispuestas a regular, juristas, programadoras y sociedad civil. “En Estados Unidos se está viendo que algoritmos como el de Instagram están incidiendo en los trastornos de conducta alimentaria en menores, pero no ha habido todavía una línea jurídica de ataque. Hay que poner demandas. Luego las compañeras programadoras y periodistas harán el relato no jurídico de la situación”, dice Ruiz de Alda. Galdon recuerda que “ya hay algoritmos que han sido declarados ilegales”, como el de Glovo en Italia o el de los servicios sociales en Holanda. “Y otros muchos, sin llegar a ilegalizarse, se están viendo en muchos aprietos para poder funcionar, porque se están haciendo muchas preguntas, un estudio de impacto, auditorías algorítmicas y de impacto social”, añade. El objetivo es establecer regulación efectiva y controlar el extractivismo de datos y su aplicación. También realizar auditorías algorítmicas que permitan rechazar los sesgos tecnológicos, así como asegurar que los por las instituciones públicas siguen unos criterios consensuados socialmente. La idea es dejar de hablar de tecnología desde un discurso de ciencia ficción y decodificar el mito en torno a su complejidad para ponerla al servicio de todas.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

ocho + nueve =