La mirada ejemplifica la cosificación humana: los hombres miran a las mujeres, las mujeres aparecen observadas por los hombres. Ella es vista mientras él ve constitutivamente. Y así, la belleza social determina el modo en que es tratada cada mujer. Belleza social entendida no solo en su estrecha dimensión de fachada, un rostro y un cuerpo, sino como amalgama de imposiciones artificiales. La identidad es de esta forma construida artificialmente bajo una escala de dominación heteropatriarcal. “El destino de la mujer es ser en vista del varón”, escribió Ortega y Gasset, en El hombre y la gente.
Uno de los principales corsés que los hombres utilizan para dominar a las mujeres es la mirada, que se apoya sobre el aspecto exterior y acaba penetrando las entrañas del género, la clase y la raza, las tres dimensiones que tejen las corporalidades con madejas de poder. El modo en que la mujer singular aparece ante el etéreo panóptico de ‘lo macho’ determina la escala de valores que la rodea. Belleza y fealdad separadas por el abismo de la existencia. Porque únicamente lo bello merece ser vivido. Lo feo es abominable, repulsivo, repelente. Desechable. No es casual que la palabra ‘feo’ provenga del latín foedus, que significa fétido, impuro. O sea, horripilante. Es decir, prescindible.
A lo largo de la historia, el objeto de lo que posteriormente se denominaría ‘estética’ ha girado en torno a la belleza como perfección sensible e individual. Y para poder explicar la fealdad, se ha recurrido a su contraste. Hegel, por ejemplo, entendía que “lo feo es una distorsión” (Lecciones sobre la estética). La fealdad ha sido comprendida como la privación de la belleza. Es por eso u-tópica (del griego topos, lugar, precedido de la partícula de negación), en el sentido de carecer de lugar frente a la belleza. Se da allende sus límites, en una relación de oposición que implica una disyunción excluyente: lo feo es sencillamente la negación de la belleza. Pero ¿qué es lo feo más allá de la estética? ¿Quién encarna la fealdad? ¿Por qué somos feas?
En el fondo, lo que está en juego son las posibilidades de existencia. La belleza merece ser celebrada y bien vivida; la fealdad ni siquiera puede ser llorada. La traslación de la estética a las feas como distorsión de la belleza impuesta por la mirada masculina es automática: las mujeres terminan convertidas en territorios conquistables. En esa producción de performatividades que conforma la mirada masculina, las mujeres (además de la naturaleza) aparecen como colonias interiores del capitalismo, que las explota una vez convertidas en recursos. Algo similar sucede con las colonias exteriores, encarnadas por los orientes y por los sures, también por las periferias.
Parménides lo condensó filosóficamente: el ser es, el no-ser no es. Su máxima ha sido replicada bajo muy diferentes versiones por otros pensadores, que vienen a apuntar en la misma dirección: el hombre (y sus creaciones), Occidente y el Norte además del centro ‘son’. Punto y final. Al otro lado de la línea queda el no-ser, la fealdad. Aunque la realidad no se reduzca a lo existente, como enseña la sociología de las ausencias y las emergencias de Boaventura de Sousa Santos, esas violencias sistémicas son olvidadas por el gran relato del desarrollo.
Las brujas de ayer y de hoy
Cuando el siglo XVIII se iluminaba con la razón eurocéntrica y mientras el varón luchaba por dominar los campos de lo económico y lo político, las mujeres bellas eran las que cuidaban dócil y servicialmente del conquistador en el interior de lo doméstico. La aniquilación era el único camino posible para las colonias que no se doblegaban. Su exterminio estaba previamente legitimado en tanto que feas ergo prescindibles y desechables. Imposible poner reparos a la matanza del no-ser porque no existe.
La eliminación de las mujeres está relacionada en este sentido con la quema de brujas que se produjo hasta entrada la Ilustración en la Europa central, en un proceso que coincide con la proclamada Ilustración occidental (Silvia Federici: Calibán y la bruja). A un lado, la luz y su belleza existencial, al otro, la oscuridad y su impura fealdad. Los aquelarres no eran una cuestión exclusiva de un género ni tampoco de unas facciones determinadas, pero desde los inicios se identificó aquellos conjuros con las mujeres feas. Más de 400.000 personas fueron encausadas solo en Europa, la mayoría (se calcula que el 85 por ciento) mujeres. Una de cada cuatro fueron ajusticiadas.
“Lo que interesa de nuestra historia es que en la mayoría de casos las víctimas de la hoguera fueron acusadas de brujería porque eran feas”. La explicación es de Umberto Eco (Historia de la fealdad) y sus cursivas hay que leerlas en esa concepción de lo feo en contraposición a la belleza social establecida. Las brujas eran curanderas, parteras y herboleras que desafiaron el poder masculino, rebelándose desde sus cuerpos frente a la ciencia y la religión establecidas. Eran resistentes y transgresoras, revolucionarias. Y, por consiguiente, eran feas. Prueba de ello es la iconografía que las representa como viejas encorvadas y oscuras, de nariz larga y ojos prominentes, solitarias, con rasgos grotescos y envueltas siempre por un ambiente maléfico. Por cierto, la escoba que acompaña a muchas de sus representaciones tampoco es casual: la utilidad de estos objetos indica la presencia de mugre, de basura, de desechos que hay que retirar cuanto antes; su forma presenta además una evidente connotación fálica que recuerda las orgías que organizaban y que incluían relaciones sexuales con el mismísimo Lucifer bajo la forma de un macho cabrío. Por algo Lutero las llamaba “putas del diablo”. ¿Será que la escoba se convirtió en dildo?
Pero no hace falta irse tan atrás en el tiempo porque todavía hoy las mujeres aparecen en función de su belleza social: “Esta sociedad, a las mujeres en general y a las migradas en particular, nos quiere en un rol más pasivo de estar al servicio de”, denuncia la activista feministaTxefi Roco en una entrevista que saldrá en el próximo número de Pikara Magazine en papel. Es el “calladita estás más guapa” dicho de múltiples formas. Por ejemplo, exhortado en términos de la baja política: “¡Quítese esa cara de amargada!”, como espetó Rocío Monasterio (VOX) a Mónica García (Más Madrid), en el último debate de la pasada campaña electoral madrileña. O bajo los calificativos que reciben tantas feministas: malfollada, marimacho, feminazi, machorra… Imposible negar la existencia de brujas en el siglo XXI, porque los códigos de lo bello continúan asociados al poder.
Un retoque estético
“A menudo la atribución de belleza o de fealdad se ha hecho atendiendo no a criterios estéticos, sino políticos y sociales”, escribe Eco en la obra ya citada. Si realmente las fronteras de la belleza oscilan en función de la cultura, la época, la economía y la religión, cabría pensar que es cuestión de tiempo y que la fealdad pasada algún día será belleza futura. Si todo eso es cierto, la fealdad no se revelaría como una manifestación idéntica en todos los lugares y ni siquiera sería igual en todos los momentos. La fealdad sería diversa en función de las culturas, las personas y las experiencias personales. Todo eso suena consoladoramente cierto, hasta que el ayer y el mañana se descubren unidos por el mismo triángulo sistémico capitalismo-racismo-machismo. Mientras la historia siga repitiéndose como si de los círculos concéntricos de un muelle se tratara, la fealdad va continuar anclada a los mismos rostros y en los mismos cuerpos. El eterno retorno de lo mismo (Friedrich Nietzsche) parece inevitable si la historia continúa contada por los mismos.
Llegados a este punto, se puede devolver la mirada al ámbito de la pura estética para tratar de agarrarse a algún síntoma de transformación. Porque allí se contempla que lo que durante mucho tiempo había sido mera privación de belleza se ganó su espacio a partir del romanticismo (hacia la primera mitad del siglo XIX) y su cruzada por resquebrajar el canon y mostrar otras perspectivas, exaltando las formas libres, el sentimiento y las pasiones sobre la razón. La fealdad resurgió en el arte para erigirse en elemento crítico de lucha frente al normativismo. No había vuelta atrás y, tras la muerte de Hegel en 1831, la fealdad se convirtió de forma paulatina en un problema decisivo.
La normalización de lo horrendo, de lo asqueroso y, en definitiva, de lo feo fue el resultado del proceso de reordenación del mundo que consumaron las vanguardias artísticas a principios del siglo XX. El expresionismo alemán utilizó la fealdad como denuncia social, mientras el surrealismo y el dadaísmo recurrieron a lo grotesco y monstruoso. La fealdad terminó siendo aceptada como modelo estético. Un triunfo que se reforzó en la era industrial y mercantil, por su inclinación hacia la utilidad y la funcionalidad por encima de la belleza. Bajo ese telón de fondo se expresa el arte contemporáneo, convencido de que allí donde antes no se había querido mirar también hay cosas que apreciar y que el inexplorado abanico de posibilidades es más amplio y genuino. Es la atracción del abismo, donde la fascinación queda atrapada por la imperfección. Hasta tal extremo, que lo feo ha adquirido hoy su aceptación universal en el ámbito estético. Es una calavera con diamantes. Es la fotografía de unas vísceras en primer plano.
A partir de aquí se abren numerosos interrogantes, empezando por discernir si la dimensión estética muestra el camino hacia la necesaria transformación humana. ¿Por qué el triunfo de lo feo artístico? Deslumbrar es la clave. Lo inimitable está en la exploración de la fealdad. En crear una copia sin par, pues la belleza es más fácil de imitar. Las identidades clásicas ya no venden, no son competitivas. Lo que comenzó siendo una fuerza aterradora emana hoy un gran poder de atracción y prestigio. Pero el feísmo deliberado, no espontáneo e incluso forzado, parece ocultar la penúltima victoria del capital, que ha decidido envasar la fealdad para comercializarla y hacer negocio con ella. Extrapolado a las luchas feministas, ¿qué será de la resistencia y la rebeldía de las feas? El ser y el no ser. Belleza y fealdad. El riesgo es existencial. Y no sería la primera vez que una lucha social acaba estampada en el dorso de miles de camisetas.