La mujer y la cultura. Voces distantes, aún vivas¹

Este texto no pretende ser original, sino hacer apenas un llamado a la memoria y el homenaje de quienes nos antecedieron; por eso les permitiré hablar copiosamente a través mío, para recordar aquí que ellas lo dijeron y lo hicieron primero, que nuestros problemas de hoy fueron también los suyos y que su ejemplo imperecedero debe acompañarnos y guiarnos en nuestras reflexiones tanto como en nuestra acción militante y cotidiana, en nuestro ejercicio de mujeres en la cultura y la sociedad.

En primer lugar, hablaré de (o haré hablar a) Camila Henríquez Ureña, quien se dedicó tan ampliamente al tema aquí propuesto, que escribió incansablemente sobre conquistadoras, monjas, escritoras; dio discursos en la Cárcel de Guanabacoa y en la Sociedad de Mujeres Americanas; enseñó en la Universidad y en los espacios asociativos y nos dejó, entre otros, un texto crucial: “Feminismo”, inicialmente una conferencia pronunciada en la Institución Hispano-Cubana de Cultura, el 25 de julio de 1939, que la coloca entre los más notables referentes sobre el tema y ha sido leído con mucha justicia como un alegato precursor de notables autoras contemporáneas y sus conceptos movilizadores (como el patriarcado del salario postulado por Silvia Federici).

Apenas unos meses antes, cuando se estaba preparando el Tercer Congreso Nacional de Mujeres –los anteriores se habían realizado en 1923 y 1925-, Camila Henríquez Ureña leyó una conferencia en la sede del Lyceum titulada, precisamente, “La mujer y la cultura”. Aquella conferencia, a la cual estas páginas pretenden ser un homenaje (además de una indagación acerca de nuestras tareas más urgentes), se publicó enseguida en la revista Lyceum². Camila³ es una de las referentes más lúcidas del feminismo cubano en el campo cultural. A ella debemos una larga labor en defensa de los derechos de las mujeres y un intenso despliegue intelectual acerca de la situación social de las mujeres y las posibilidades de desarrollo de una conciencia de superación que las hiciera trascender esa situación anclada en la desigualdad con sus pares masculinos.

Para empezar, la conferencista relata un encuentro con un colega varón, un “distinguido interlocutor”, como lo llama quién sabe si irónicamente (aunque la ironía no era usual en Camila), que le pone delante el dilema de la liberación, por así decir. La noción defendida por ese colega es esta: que antes de que se normalizara el acceso de la mujer a la educación y la vida pública, Cuba había dado dos grandes genios femeninos: Gertrudis Gómez de Avellaneda, en la literatura, y María Luisa Dolz, en la pedagogía. Ambas habían ganado un espacio sin par entre sus contemporáneos, hombres y mujeres. Entonces, en los momentos en que tenía lugar la conversación, cuando las mujeres ya habían conseguido acceder a la universidad, asociarse en grupos de trabajo cultural –como el Lyceum- o formar asociaciones de índole política –como el Partido Sufragista o el Club Femenino de Cuba- para intervenir en la vida pública, no se hallaba sin embargo una figura de tal calidad. Según citaba de su conversación, en las condiciones de participación activa de las mujeres en la sociedad “la obra cultural de nuestras mujeres se ha atomizado al extenderse, ha descendido en nivel” ⁴, sin grandes figuras destacables en el concierto nacional.

A partir de ahí, Camila esboza algunas de ideas trascendentales sobre el tema; pero antes se pregunta, entre otras cosas, si los prejuicios contra la capacidad intelectual femenina tienen alguna base real en la experiencia vital previa y si las mujeres no tienen nada que aportar a la cultura universal. El dilema, expone, es la posible existencia de “una masa femenina activa, pero en la que no se destacan ejemplos de suprema calidad intelectual”⁵.

Hasta ahí, Camila concede validez, digámoslo así, a las prevenciones de su interlocutor –al menos a nivel discursivo, con esa serie de preguntas que no llega a negarlas. A partir de ellas elaborará su propia visión del asunto y postulará la necesidad de que “la mujer y el hombre (…) no han logrado aún (…) establecer sobre bases de comprensión sus relaciones espirituales”⁶ como la causa primera de tales desencuentros en la percepción mutua como contribuyentes a la cultura humana común.

Para empezar, Henríquez Ureña define la cultura como un “esfuerzo consciente mediante el cual la naturaleza moral e intelectual del ser humano se refina e ilustra con un propósito de mejoramiento colectivo”⁷, por lo cual se le hace imposible hablar, antes del siglo XIX, de una cultura femenina. Y aquí es donde la cosa se pone interesante. Parte de las razones por las cuales las mujeres no habían podido desarrollar su propia cultura proviene, dice ella, de que “era un ser cuya existencia se concebía solo en función correlativa cuyo término era el varón o era el hijo”⁸, sin distinción de clase: “Era hija, esposa, madre, hermana, esposa del Señor recluida en un convento que representaba, a veces, relativamente, una liberación: pero no podía ser ella misma, una individualidad humana. (…) Se le esclavizaba en nombre de su misión biológica”⁹. Sorprende leer estas palabras sabiendo, como sabemos, que fueron pronunciadas en La Habana de 1939. A veces olvidamos que aquellas mujeres hicieron más que nosotras por marchar unidas hacia el futuro; que movilizaron, incansables, la opinión pública; que comprometieron a muchos intelectuales varones en sus luchas y avanzaron tanto como pudieron en los ámbitos privado y público y lo hicieron, sobre todo, por actos como este en que Camila Henríquez Ureña adelanta nociones luego muy caras al pensamiento feminista, como puede colegirse de este fragmento donde afloran claramente los conceptos de la mujer como ser-para-los-otros con que Franca Basaglia reelaboraba los conceptos de filósofos previos, al referirse a la condición social de la mujer. Camila lo dijo antes y muy claramente. Deberíamos enorgullecernos de ella, de su inteligencia y de nuestra historia, de la historia del feminismo en Cuba.

Por eso se pregunta si lo que pasa es que en su momento había tantas mujeres destacables que no se notaba la excepcionalidad, o si de veras no había mujeres excepcionales entre sus contemporáneas. Aquí hay que darle otro aplauso a Camila. Al proponerse esta reflexión hizo tranquilamente a un lado el asunto de lo “excepcional” para referirse a las mujeres como un grupo social específico, con necesidades y horizontes colectivos. Así, como colectivo, analiza la relación de las mujeres con la cultura a menudo como un adorno, como una preparación para la vida doméstica y, sobre todo, como la educación en la sumisión que la harían disponible, una vez disciplinada, para llevar su vida de servicio a los demás. Por eso hasta la llegada del siglo XX no hay más que excepciones, mujeres a las cuales adjudica “capacidad intelectual extraordinaria” y un “carácter sumamente vigoroso”, pero eso no colabora a la existencia de una “cultura femenina” que tendría que ser colectiva, sobre todo, porque además de basarse en el esfuerzo individual de las notables, por lo general se trató de “damas de posición económica desahogada”¹º.

Ahí es cuando hace Camila su propuesta: “El verdadero movimiento cultural femenino empieza cuando las excepciones dejan de parecerlo”¹¹. Para eso trabajó incansablemente desde el activismo feminista, la enseñanza universitaria o la edición de textos, en revistas –como Lyceum, que dirigió- o, muchos años más tarde, como creadora y asesora de la Colección Literatura Latinoamericana de la Casa de las Américas. A pesar de su labor cultural y de que su reflexión se centre en el ámbito cultural, esta pensadora deja bien claro el quid del asunto:

A medida que va consiguiendo la liberación económica, la mujer va adquiriendo la libertad moral e intelectual que consiste esencialmente en la posibilidad de realizar su personalidad, su ser individual, con existencia posible independientemente del varón y del hijo. El ser humano femenino empieza a existir ahora.

(…) La llegada de la mujer, de la mitad de la humanidad, a la libertad y a la cultura es una de las mayores revoluciones de nuestra época de revoluciones. Y es un hecho histórico indiscutible e indestructible¹².

De ahí la necesidad que registra de que un movimiento cultural femenino debe “propagarse en sentido horizontal” y necesita del concurso de todas. Esa idea de su interlocutor, que con la extensión de la cultura a la masa femenina decayó el nivel, es pura “ilusión óptica”¹³. La mujer debe involucrarse activamente para equipararse al hombre en la vida y las leyes y que sea un esfuerzo de todas. No hay que amilanarse porque no se destaquen grandes genios femeninos, hay que sacrificar el genio individual a la labor colectiva, a la formación y divulgación de valores feministas, a la batalla por la igualdad.

Compartir con el resto de las mujeres sus saberes, de modo que puedan comprender las ciencias y la cultura y afirmar su dignidad humana, haciendo a un lado la esclavitud cotidiana, podría ser un fin, pero no será el único. Es preciso trabajar por la paz (recuerden que Camila escribía con la Guerra de España ya en curso, cuando el fascismo amenazaba con trastocar los destinos de la humanidad en Europa) y dar a luz, nada menos, que una nueva moral. Una nueva moral que ponga la vida por delante.

La falta de libertad de la mujer ha sido la causa suprema de su supuesta minusvalía intelectual, hay que trabajar permanentemente para alcanzar esa libertad colectiva que permita el florecimiento del genio femenino sin cortapisas. Por eso hay que dedicarse a la acción colectiva cuya realización sería entonces el próximo congreso. Por eso también hay que cultivar una esencia nueva. En lugar de ser para los otros, la mujer debe prepararse para llegar a ser para las otras, para hermanarse con las demás mujeres en los padecimientos y deberes, pero también en la lucha común por una humanidad más justa.

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Camila Henríquez Ureña (1894-1973). Foto: Tomada de acento.com.do

Casi al final de su discurso, Camila abre un paréntesis discursivo, digámoslo así, para aterrizar su convocatoria y reprender a las mujeres que, en virtud de sus creencias religiosas, se niegan a participar en el congreso. Le parecen tan ignorantes como aquellas que pretenden emular a los hombres sin salir de la frivolidad del consumo de alcohol o el sexo.¹⁴ Pero no es un gesto moralista, sino un llamado a hacer a un lado las diferencias y juntarse a pelear por un futuro común. Para propagar la cultura hay que trabajar duro, y para eso, se precisa demostrar una profunda capacidad cultural propia, algo que la ponente define sin remilgos como “seriedad en el trabajo y ante la vida”¹⁵. Esa seriedad, más que demostrada en su caso, es su convocatoria a sus contemporáneas y a nosotras, mujeres del futuro.

Una década más tarde, en México, Rosario Castellanos, quien aún no se había convertido en ícono y referente de las luchas feministas, defendía en la UNAM su tesis de maestría. En Sobre cultura femenina (1950), que así se llamó, Rosario volvía sobre el tema con idénticos argumentos y semejantes prevenciones. Era otro contexto y el mismo (baste comparar la fecha en que las mujeres alcanzaron el derecho al voto: en Cuba, 1934; en México, 1953); por eso las ideas en discusión, e incluso las respuestas posibles, eran bastante similares.

En primer lugar, con un tono mucho más combativo (no en balde habían pasado once años), Castellanos afirma “que la cultura es un refugio de varones a quienes se les ha negado el don de la maternidad” y que las mentadas excepciones, las pocas mujeres geniales capaces de destacarse en un medio hostil, no son otra cosa que la comprobación de que ese, el de la cultura, es un territorio masculino. Es curioso, en su reflexión, el vínculo que establece entre la creación y la imposibilidad de la maternidad, que me recuerda el Canto a la mujer estéril (1937), donde Dulce María Loynaz defendía la idea de que parir cultura era tanto o más femenino que parir hijos.

Aquí resuenan algunas de las preocupaciones planteadas por Camila en La Habana: los resabios varoniles de las mujeres que desprecian la maternidad, el impulso guerrerista de la civilización moderna y, siguiendo a otros filósofos (este era su examen para obtener un grado en Filosofía) y a Freud, concluye que la pérdida de prestigio de la maternidad deriva en enfermedad (la histeria) o trabajo (la cultura). Curiosamente, aun copiando sin cuestionar esa idea tan exaltada por el patriarcado de que la mujer sin hijos está incompleta, Castellanos recorre la historia y revisa los diferentes modos de existencia de las mujeres hasta llegar a su actualidad, cuando, dice: “la mujer ya no es extraña en ninguna de las formas de vida. Ni siquiera en las de la creación”. Apoyándose en Virginia Woolf, avanza la idea de que la literatura es la más cercana de las profesiones para la mujer, pues no exige gran pericia técnica ni un lenguaje cifrado. Porque se resuelve muchas veces con la imitación… todo eso para luego concluir que las mujeres son narcisistas por falta de experiencia. Enseguida rechaza la poesía femenina de comienzos de siglo, caricaturizando un poco su diversidad y englobando todo en esa clase de poesía lírica pseudoamorosa (se podría decir también pseudo poesía) (…) en la que el sentimiento y su expresión no abandonan jamás los estrechos ámbitos de la individualidad y describen, más que nada, procesos fisiológicos internos, fenómenos cuya relación con el mundo de afuera (a pesar de que esta relación trate de señalarse y acentuarse) aparece siempre borrosa, improbable, como si no tuvieran ni su origen en un estímulo exterior ni debieran a él su desarrollo.

Aunque su tema es la filosofía, pareciera que Castellanos está reflexionando acerca de su propia obra por venir. Porque propone que la mujer bucee en sí misma, sí, hasta hacer trizas “las imágenes convencionales de la feminidad”. He aquí un tema, el de la representación de las mujeres en la cultura, que podría parir muchas páginas, tantas como mujeres hayan poblado la imaginación de los cultores de cualquier manifestación.

Aunque escribe en 1950, Rosario Castellanos concede a los pensadores prejuiciosos la razón: no existe ni puede existir una cultura femenina porque a la mujer le basta con la maternidad y no siente necesidad de trascender de algún otro modo; aunque la frustración de la maternidad la empuja a crear cultura, aunque esta suela resultar mediocre, cuando no inauténtica. Por eso elige formas literarias poco exigentes, dice, como la poesía y la novela, nada menos.

Por extraño que parezca, esa misma Castellanos sería una de las más profundas defensoras de la construcción de un espacio propio para las mujeres, autosuficiente y en pie de igualdad con el de los varones. Pocas han hecho más que ella por difundir y celebrar la creación femenina; pocas también lo han hecho con tanta lucidez como para reconocer los escollos con los que las mujeres solemos tropezar, incluidos los aprendidos por educación (sentimental y de la otra); pocas se rieron con tanto desparpajo de los ritos del hábito y pocas sufrieron con tanta conciencia la prisión doméstica.

Lo que nos dejan acercamientos como estos al dilema de la mujer y la cultura es la pregunta más urgente, ¿hasta cuándo? La mujer de hoy ha podido conjurar, al menos en Cuba, esos fantasmas. La participación en el ámbito cultural es amplia y diversa. Pero si miramos de cerca la representatividad pública, quizás aún haya un desbalance. ¿Cómo cambiar esto? Espacios como este que ha mantenido Alicia Valdés contra viento y marea a lo largo de los años; como aquellos encuentros de MAGIN en los años noventa, el Mirar desde la sospecha que alentaban Dánae Diéguez, Helen Hernández Hormilla y Lirians Gordillo; los encuentros de dramaturgas organizados por Esther Suárez Durán; las reuniones de Afrocubanas, alentadas por Daisy Rubiera e Inés María Martiatu; el espacio Todas, que convoca Marilyn Solaya; las sesiones de Miradas de mujer que coordina desde la Asociación de escritores Lourdes de Armas, entre otros, han sido algunos de los más provechosos espacios de reflexión en este ámbito asociativo. El tradicional encuentro organizado por Luisa Campuzano en la Casa de las Américas cada febrero, cuyo registro temático amplísimo cuestiona los aportes y conflictos de la mujer latinoamericana en la historia y la cultura de nuestra América desde hace más de dos décadas, son algunos de los espacios de crecimiento para la reflexión crítica sobre nuestro lugar en el mundo, para pensar nuestra relación con la cultura, para pensarnos como hacedoras de cultura y en la historia.

Ese descubrimiento de nuestras posibilidades creativas, imposible sin las preguntas que se hicieron nuestras precursoras, sin las conquistas que alcanzaron para nosotras, no pueden sin embargo dejarnos abandonadas al devenir del hábito. Tenemos que seguir indagando, cuestionando, declarando cuáles son nuestros intereses, cuál nuestro lugar, cuáles nuestros sentimientos y necesidades. Tenemos, en fin, que crear. Seguir creando…. y con el mazo dando, como avisa el dicho

No sé si sea la madurez o el descaro acumulado, pero cada día estoy más convencida de que necesitamos potencia pública. Hay que tomar nota de cómo lo lograron nuestras antecesoras. Movilizarnos, desde la cultura, para cambiar el mundo. Hacerlo más habitable, más digno, más vivible. Y para ello hay que trabajar incansables; como nos dejó dicho Camila: “La primera prueba de capacidad cultural que puede dar una mujer es la seriedad ante el trabajo y ante la vida”. También nos contó de la importancia de la potencia colectiva: saber que una sin las otras no somos nada, que el talento personal y los hallazgos profesionales tienen inevitablemente un componente sociohistórico, que tenemos que pensarnos y actuar juntas, que la cultura es un bien común.

Honrémosla trabajando, colaborando, creando. Hagámonos cada día más fuertes en colectivo y apoyemos iniciativas como la de este coloquio, que nos junta para pensarnos y celebrarnos.

 

¹ Intervención en el Coloquio del Bolero (Uneac, Festival Boleros de Oro)

² La Habana, vol. IV, núm. 13, enero-marzo 1939, pp. 27-35.

³ Citaré por: Henríquez Ureña, Camila (2004) Obras y apuntes. Tomo II. “La mujer”. Santo Domingo, Banreservas, pp. 109-116

⁴ Henríquez Ureña, Camila (2004) Obras y apuntes. Tomo II. “La mujer”. Santo Domingo, Banreservas, p. 109

⁵ Ibidem, p.110

⁶ Idem

⁷ Idem

⁸ Idem

⁹ Ibidem, p.111

¹º Idem

¹¹ Ibidem, p112

¹² Idem

¹³ Idem

¹⁴ La polémica sobre el llamado garzonismo (término proveniente de La garçonne para las jóvenes disolutas que imitaban las conductas varoniles) estaba en curso. Camila, como Mariblanca Sabas Alomá y tantas otras, tomó partido.

¹⁵ Henríquez Ureña, Camila (2004) Obras y apuntes. Tomo II. “La mujer”. Santo Domingo, Banreservas, p. 116.

 

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