Nahir Galarza es un nombre que se ha vuelto demasiado conocido. Quienes lean las noticias, sobre todo en Argentina, seguramente la han oído nombrar. Galarza es la joven argentina de 19 años que mató con dos disparos de la pistola Browning 9 mm semi-automática de su padre –un oficial de policía– a Fernando Pastorizzo, de 20 años, con quien tenía algún tipo de relación sentimental. El asesinato sucedió en diciembre pasado en Gualeguaychú, Argentina.
Hace pocas semanas recibió la pena máxima: cadena perpetua. A pesar de la confesión hecha por ella misma doce horas después del crimen, no se evitaron las especulaciones: violencia de pareja, defensa propia, encubrimiento a otros culpables.
En un país en el que mediáticamente muchos asesinatos se les identifica con el nombre de las víctimas, éste se dio a conocer por el de la victimaria. Desde entonces el «caso Galarza» acaparó titulares de las noticias y llegó a ser trending topic en las redes sociales y a encabezar las búsquedas cuando se supo que había un video íntimo, porque ¿qué podría ser más excitante que ver a una asesina tener relaciones con su víctima?
Nahir hizo historia en su país, y se volvió una triste celebridad en la región, por decir lo menos. Guapa, de tan solo 20 años, no mostraba señales de ningún problema sicológico importante, y la noticia conmocionó a la comunidad.
Hizo historia porque es la primera mujer de su edad en ser sentenciada a cadena perpetua, si bien lo más probable es que «solo» pase 35 años en prisión.
Conmocionó a la comunidad porque cuesta trabajo creerle a una chica linda e inteligente que fuera una asesina aunque ella misma confiese. Entumidos como estamos ante la violencia de género y los frecuentes feminicidios, cuando ella es la asesina y él la víctima, se llenan titulares.
Titulares y especulaciones. La primera inclinación es que era una relación abusiva, que él la golpeaba o abusaba de ella. Personas que lo conocían aseguraron que no, que él era «un buen pibe», alegre y amiguero. «No merecía morir de esta manera», dijo Amadeo Muñoz, su profesor. Nadie preguntó qué hacía en la calle en la madrugada, si había consumido drogas, por qué pasó la noche con esta chica.
Tal fue la agitación en torno a la figura de Galarza, que su familia contrató un abogado que lanzó una campaña mediática para «mejorar» su imagen: fotos en traje de baño, de cuando era una niña feliz, con amigos.
Es un nivel de seguimiento, a nivel internacional, con pocos precedentes en los casos de violencia entre parejas, excepto cuando está involucrada alguna celebridad.
¿Por qué sucede esto cuando se trata de hombres asesinados por mujeres?
En primer lugar, porque asociamos la violencia, en particular la asesina, con los hombres o, quizá más precisamente, con la masculinidad. Y algo hay de cierto cuando un reporte del Consejo Económico y Social de las Naciones Unidas sobre las tendencias de la delincuencia a nivel mundial, afirma que alrededor del 90 por ciento de quienes cometen homicidio son hombres. Además, el 80 por ciento de las víctimas de homicidio intencional son también hombres. Es decir: los hombres suelen matar y suelen morir, con mucha más frecuencia que las mujeres.
En segundo lugar, por las asociaciones culturales que tenemos sobre las mujeres. Ellas crían, cuidan, protegen. Son sumisas, y, quizá sobre todo, débiles. Mientras esperamos que los hombres sean fuertes, violentos y dominantes, nos inclinamos a creer que las mujeres son frágiles y dominadas. Los dos puntos merecen atención.
El primero, porque nos habla de una cultura que empuja y solapa a la violencia masculina. Los hombres tienen más acceso a armas de fuego, un auto control más reducido, así como más propensión a ser parte de pandillas o del crimen organizado. Quizá por eso mismo, es más frecuente que cuando son asesinados lo sean en áreas públicas y a manos de desconocidos o de alguien sin vínculo, al contrario de los asesinatos de las mujeres que ocurren en sus casas y en los cuales los responsables son principalmente sus parejas o familiares.
El segundo, por la construcción cultural que hay en torno al género femenino, el rol de las mujeres en el que predomina el estereotipo de que las mujeres son víctimas y no ejecutoras de violencia.
Después de que Nahir fue detenida, cientos se concentraron a protestar. «Justicia por Fernando», podía leerse en las pancartas de cientos de personas que se concentraron el lunes por la noche en Gualeguaychú para expresar su respaldo a la familia de la víctima. «¡Asesinos!», gritaron a los padres de Galarza a las puertas del juzgado en el que aguardaban novedades de la causa abierta contra su hija. Sin embargo, también hubo grupos feministas radicales que criticaban la celeridad con la que se dictó sentencia en un caso en el que había una confesión que no dejaba lugar a dudas. No obstante, en un mundo en el que existen casos como el de «La Manada» en España, en que se confunde la violación de una mujer con abuso, los de «las muertas de Juárez» en México que quedan totalmente impunes, cabe preguntar si a los feminicidas también se les condena a cadena perpetua en Argentina. La respuesta es que no: algunos han recibido solo 13 años de prisión.
Lo que nos demuestra esta trágica historia es que las mujeres también son capaces de asesinar, y el homicidio no es exclusivo de ningún género, y que las mujeres –aunque la frecuencia haga pensar que lo son– no siempre son las víctimas en la violencia de género y que también pueden ejercerla. Pero también, que los crímenes deben de ser condenados social y jurídicamente en igualdad de condiciones ya sea que quien lo cometa sea un hombre o una mujer.
Lo que verdaderamente hay que lamentar es que tantas mujeres muertas a manos de sus parejas ya no nos sorprendan y que –de tan frecuentes– las víctimas nos sean invisibles. Tengamos presente que ni Fernando ni las doce mujeres que son asesinadas diariamente en América Latina «merecían morir de esta manera» y que los asesinos, sean hombres o mujeres, deben recibir las mismas condenas por el mismo crimen.