Desde tiempos remotos, casi en la mayoría de los casos, han sido los hombres los que han creado los patrones de belleza. Inicialmente a través de la pintura y la escultura, y posteriormente, además, mediante la fotografía, el cine y la publicidad. De igual manera, suelen ser los hombres los inversores en las carreras profesionales de actrices y modelos y en concursos de belleza femenina. Asimismo, son dueños de industrias cosméticas, de clínicas de cirugía estética y de las colecciones que se exhiben en las pasarelas de moda. Si bien es cierto que hoy día también existen mujeres pintoras, fotógrafas, directoras de cine y diseñadoras, también lo es el hecho de que tanto ellas como sus obras comenzaron a visibilizarse hace relativamente poco tiempo.
Las mujeres, de una u otra forma, hemos asumido y/o rechazado esos cánones de belleza idealizada, pero es evidente ‒amén de aquellas que en efecto disfrutamos el pintarnos los labios o el uso del rímel y/o determinadas vestimentas‒ que un número significativo de nosotras sigue sufriendo y siendo víctima de este fenómeno y sus consecuencias: el uso del corsé del siglo xix, el cual podemos comparar con las fajas contemporáneas; los aros alrededor del cuello y las anillas de metal soldadas a los tobillos (habituales en tribus de África y Asia); el uso del chador[1] de las musulmanas y del burka.[2] Se trata, en todos estos casos, de mecanismos que tienden a reducir la movilidad de las mujeres y, por tanto, su autonomía. Independientemente de que este último ejemplo pueda ser de índole religiosa y cultural, y de lo complicado que resulta mirar dichas costumbres desde un espacio tan ajeno a ellas como el nuestro, este y otros hábitos ‒la mutilación genital femenina, por ejemplo‒ le atañen, irrevocablemente, a los temas de género.
El patriarcado se ha encargado de la creación, el reforzamiento y la legitimación de un paradigma de «la mujer bella» poco relacionado con las mujeres comunes. Los discursos, empezando por la publicidad, y desde ámbitos como la medicina y la cosmética, ente otros, de cierto modo sancionan a las mujeres que no cumplen con determinadas normas, que en muchas ocasiones se instituyen como las únicas posibles. No digo que los hombres estén exentos de estas presiones pero sí es evidente que la misma es mucho más fuerte sobre las mujeres; más en nuestros días, donde el ideal de belleza femenina ha evolucionando tanto que los paradigmas relativos a este se alejan, cada vez más, de las personas normales.
Es necesario el análisis de las presiones que, desde los medios de comunicación, se ejercen sobre las mujeres, así como la socialización de discursos alternativos centrados en la diversidad estética, la horizontalidad y la legitimidad más relacionadas con las mujeres comunes: negras, gordas, pequeñas, asiáticas, extremadamente delgadas, con pocos senos, o sea, todas aquellas que el «ideal» excluye.
Mujeres blancas, altas, jóvenes y delgadas, de pelo lacio, en la mayoría de los casos rubio, ojos claros, heterosexuales, resumen el canon de «lo bello», subordinando esta vez a las mujeres a partir del cuerpo. Incluso a las mujeres negras que exhiben como bellas, dígase Naomi Campbell o Beyoncé, por citar algunas, le tiñen el pelo de rubio, les hacen el laceado, entre otros procedimientos agregados dirigidos a «perfeccionar» su imagen, alejando de la misma las características naturales de su raza.
Este tema de la belleza sigue siendo fundamental en sociedades andro y eurocéntricas (Europa ha «exportado» su ideal de belleza y sus patrones físicos a casi el mundo entero) en las que el hombre actúa como referente y a la mujer le corresponde acompañarlo y mantenerlo satisfecho. De esta manera, se han ido creando falsas necesidades, con el único propósito de alcanzar una imagen ideal, y se ha impulsado una maquinaria de consumo donde confluyen diversos factores: la moda, la cosmética, la cirugía estética, la industria alimentaria, la farmacología e incluso la pornografía, entre otros.
¿Nos sentimos juzgadas las mujeres por nuestro aspecto físico? ¿Realmente necesitamos ser altas, rubias, de medidas 90-60-90, y no tener arrugas para tener éxito en lo profesional y lo personal? ¿Asumimos todo el desgaste que esto conlleva con placer y por decisión propia? La publicidad nos lleva a luchar por ser atractivas (según el canon establecido) sin la más mínima preocupación por la violencia que ello supone en tanto forma de poder ejercida sobre el cuerpo y sin reparar en las consecuencias sicológicas que esto puede acarrear, fundamentalmente en las adolescentes.
En las imágenes más comunes muestran a las mujeres como frágiles, con aire aniñado e inocente, «muñequitas» (resulta interesante cómo las mujeres luchamos y gastamos un dineral que en ocasiones no tenemos para exhibir una imagen tan artificial), mujeres fatales o tradicionales amas de casa. Como vemos, centradas en íconos o espacios muy específicos. Aún vivimos en un mundo dominado por los hombres, pero ¿realmente el sexo debería determinar nuestra participación y rol sociales? «Hasta en las culturas más actuales y más modernas / se vive lo de los géneros como en tiempo de caverna. / Obligadas a lo ficticio y a las presiones externas. Mujeres, debemos ser bellas, sumisas, maternas…»[3]
Las revistas, por su parte, tanto las dirigidas a las mujeres ‒Vanidades, Cosmopolitan o Elle, por citar algunas‒, como las dirigidas a hombres ‒Interview,Playboy, por ejemplo‒, tienen en sus portadas a mujeres. Para ellas, nos presentan los modelos a seguir. Para ellos, nos exhiben como objetos con los cuales recrearse. En nuestros días, con los avances tecnológicos, fundamentalmente en el área de la informática, debemos tener en cuenta que no todas esas imágenes son reales, sino construidas o retocadas con algún programa digital que «perfecciona». Las arrugas, las bolsitas en los ojos, los pequeños granitos, el vello en lugares donde «no debería estar», las estrías y las celulitis son ley de vida. ¿Por qué nos resultan tan raros entonces? ¿Por qué invisibilizamos lo natural, lo propio del cuerpo humano?
Este mito de la belleza no solo enfrenta a unas mujeres contra otras, en tanto establece la comparación para determinar qué es bello y qué es feo, sino que, además, daña a cada una en su interior. Se habla del poder de la belleza, pero ¿es dicho poder real o solo una autoridad violenta sobre aquellas que recurren a las más diversas técnicas y métodos para no ser «descalificadas» del concurso Dime espejito, quién es la más bella entre las bellas? Desde pequeñas nos envían estos mensajes subliminales en algo tan «inocente» como las películas infantiles: si Blancanieves fuese negra, habría que cambiarle hasta el nombre al cuento; Cenicienta y la Bella Durmiente ambas son rubias y delgadas, y qué decir de Ariel y su estructural cuerpo de sirena, sus expresivos ojos verdes y su larga y abundante cabellera. Si bien estos cuentos de origen europeo fueron popularizados por Disney hace más de cincuenta años, aún encontramos, en el mundo entero, un mercado atestado de muñecas, accesorios, cubrecamas, materiales de escuela para las niñas, lo cual implica que, a pesar del tiempo transcurrido, siguen representando algún tipo de ideal. Y semejante ideal pretende modelar no solo nuestra apariencia, sino además nuestro modo de ser. De ahí, por ejemplo, se desprende que las mujeres «debemos» tener el anhelo de ser «rescatadas», casadas, y que estamos siempre a la espera de que el «príncipe azul» nos saque de nuestro aburrimiento o improductiva vida.
No es mi intención pecar de absoluta pero, honestamente, no recuerdo NINGUNA protagonista ‒al menos de las más exhibidas‒ de cuentos infantiles (salvo en la película Shrek, aunque por momentos Fiona intenta alcanzar ese «ideal de belleza») que sea negra, gorda, muy pequeña o con el cutis dañado.
La construcción social del género ha determinado que históricamente las mujeres sean valoradas más por su aspecto físico que por su intelecto. Esto ha constituido una acción destructora contra la confianza y la seguridad, una depreciación y devaluación de la imagen de sí mismas que hace que las personas se mantengan al margen de gran parte de la combatividad social, muchas veces auto culpándose por estar «fuera del campo del éxito». Cabe añadir que este fenómeno no afecta solo a las mujeres; de igual manera condiciona a los hombres y les impone un criterio selectivo relativo al cómo mirar, valorar e incluso elegir, ya sea su pareja, colega de trabajo o amigas.
En resumen, se trata de un fenómeno devenido exclusión y segmentación social que se basa en la obsesión por lo «perfecto» con respecto a la imagen corporal. Es válido decir que esto ha generado una epidemia de culto al cuerpo, de obsesión por la delgadez, por el rostro, el cual, en la constante búsqueda de perfección, presenta diversas formas de manifestación; y es en la adolescencia cuando dicha obsesión puede convertirse en una pesadilla: con una personalidad aún no aceptada pueden llegar hasta perjudicar su salud por alcanzar el cuerpo «Barbie», desarrollando enfermedades como la anorexia, la bulimia nerviosa, muertes por malos procedimientos médicos, entre otras.
Es imperante, entonces, promover una nueva y más sana visión de la imagen corporal femenina, más acorde con las mujeres «normales»; una imagen con la cual las mujeres se sientan a gusto con sus cuerpos, sin importar edad, color de la piel o talla. Para esto, es necesaria la generación de una suerte de entramado social donde la discriminación no tenga cabida y donde se acepte y se valore socialmente lo «diferente».
Otro tema que nos choca es el del vestuario. La ropa está en su mayoría diseñada para cuerpos delgados. Reflexione: si usted tiene sobrepeso o no tiene la estatura «adecuada», cuántas veces se ha visto en una situación incómoda en algún probador de algún comercio de confecciones femeninas. Está casi condenada a bajar de peso o vestirse «fuera de moda». Realmente, pocas mujeres son inmunes a estas influencias. Igual pasa en otros ámbitos: por muy segura, confiada y cómoda que pueda sentirse una mujer con su aspecto físico, siempre llegará a algún lugar (o a varios) donde habrá alguien que le «aconseje» que tiene que pasarse por la peluquería, o que debería maquillarse un poco, o que tiene que hacerse un facial o una depilación o que tiene que bajar de peso. Y si no lo hace ¿qué? ¿Seguir estos consejos es lo que realmente necesitamos para ser y ser tratadas como personas?
Insisto, no es mi intención pecar de absoluta, no tengo nada en contra de la necesidad de cuidar la salud, la higiene e imagen personales, pero esa peligrosa y delicada barrera entre el cuidado personal elemental y la obsesión por la perfección ya está cobrando altas pérdidas tanto a nivel físico como sicológico.
Este triunfo de lo estéticamente considerado como bello, en lo que a la imagen corporal respecta, ha contribuido a reforzar el estereotipo existente de mujer: frágil, pasiva, inferior, objeto de deseo, dependiente. Estas manifestaciones focalizan en cierto grado la culpa de los trastornos en la incorporación de la mujer a la vida pública e insinúan cierto «descuido del cuidado doméstico». Sobre ellas cae así una doble exclusión: la de la «estética pública», a la que son enfrentadas cada vez con más presión, y la de la «estética doméstica».Ambas exigen una «imagen ideal».
A diario vemos mensajes públicos, dirigidos fundamentalmente a las chicas, acerca de lo que se considera una persona atractiva y exitosa. Se relaciona la belleza física con el éxito social y profesional.
De la misma forma que se nos recuerda cómo debemos ser (altas, delgadas, vestidas a la moda, con un cutis impecable), se nos sugiere la «mágica» fórmula para poder alcanzarlo: dietas milagrosas, operaciones de cirugía estética, productos de belleza y ropa de diseñadores que llevan las escuálidas modelos que vemos en los desfiles, portadas de revistas o programas televisivos.
Por esto, al hablar de los trastornos de alimentación y de otro tipo que esta cultura genera, debemos cuestionarnos la misma. Necesitamos una renovación de nuestros valores, de nuestras conductas. Precisamos, ante todo, asumir un concepto de lo atractivo, de lo bello, con parámetros valorativos más amplios. Debemos poner interés en otras características que también son hermosas como el ingenio, la integridad, el talento, la inteligencia, el sentido del humor, la audacia, o en valores como la honestidad, la solidaridad, el amor al prójimo; hasta que nuestra cultura no cambie estos mensajes, no podremos tener una actitud sana respecto a nuestro propio cuerpo.
En conclusión, alrededor de la estética femenina se ha creado un mercado, una industria enorme y poderosa. La publicidad se ha encargado de obsesionar a las mujeres con sus cuerpos y el costo para ajustarse a los patrones de belleza impuestos (haciendo guerra a la edad, la grasa, las imperfecciones, las pequeñeces) ha ido minando tanto los recursos económicos como la autoestima de mujeres víctimas de la tiranía de la belleza.
El problema no es solo la cantidad de dinero, tiempo y energía que las mujeres invierten en la industria de la belleza, sino el coste sicológico que puede acarrear. Tengamos en cuenta que este tipo de consumo nunca se satisface a sí mismo, el mercado siempre «encuentra» nuevos «defectos» y, desde luego, los milagrosos remedios para su combate. Así, encontramos un mercado saturado de todo tipo de cremas y productos específicos para todas y cada una de las partes (por separado) de los defectuosos cuerpos. ¿Por qué no crear una crema milagrosa que elimine las imperfecciones de todas las zonas en vez de millones de ellas respectivamente para brazos, muslos, abdomen, rostro, contorno de ojos, glúteos, etc.?
Expresiones como «quiero mantener la línea», «voy a ponerme linda», «quiero agrandarme los senos», «quiero ser rubia», «no puedo tener arrugas», y demás, son fenómenos de consumo; pero su dimensión económica está invisibilizada, porque se nos presenta como necesidad vital, se ha convertido en un deseo tan cotidiano que no parece lo que es: una enorme industria de pintauñas, cremas depilatorias, anti arrugas, maquillaje, clínicas de adelgazamiento, peluquerías, implantes de silicona, inyecciones de botox, diseño de ropa de moda, de complementos, de zapatos, de carteras, lentes de contacto para cambiar el color de ojos… Esta industria no tiene pérdidas porque, cada vez más, las mujeres se centran en la lucha contra la edad, los kilos, los pelos, desgastándose a sí mismas y, a su vez, haciendo sentir mal a las que no lo hacen.
En fin, la publicidad nos recuerda una y otra vez que somos bajitas, demasiado altas, gordas, demasiado delgadas, canosas, cojas, o que tenemos poco busto, que hay muchas mujeres más bellas que nosotras, y que los hombres las prefieren a ellas, porque con su belleza artificial atraen el deseo masculino, y nosotras con bigote, piernas cortas, pies planos, dientes saltones, etc., nunca podremos llegar a ese nivel. No se trata de no preocuparnos por nuestra apariencia, salud e higiene, sino de promover una cultura de aceptación de lo diferente, de la diversidad, porque de ella también se compone la riqueza, la belleza y la pluralidad de nuestro mundo. Se trata de respetar la imagen que cada quien escoja para sí, sin censuras, sin imposiciones, sin distinciones entre imágenes «correctas» o «perfectas».
Entonces, la tiranía de la belleza y la industria cosmética, ¿satisfacen nuestras necesidades concretas, reales, u ocultan la necesidad de un mercado, una necesidad de que las personas consuman masivamente sus productos y servicios?
Es indiscutible que la cultura contemporánea promueve un estándar de belleza casi imposible. Incluso en nuestro país, donde antaño se celebrara la figura de la famosa «criollita»[4] o se alabara a la mulata criolla, imágenes propias de nuestras raíces, de nuestra identidad, vemos hoy en día cómo se imitan cada vez más estos estándares, estos modelos, estos ideales. Frases como «para lucir hay que sufrir» se han legitimado tanto como el tomar por cumplido (de los mejores) que alguien nos diga «te noto más delgada» o «has bajado de peso», expresionesa las cuales siempre respondemos con un placentero «gracias» y una amplia sonrisa.
Si la presencia de una modelo puede derrotar a personas racionales y hacernos sentir mal con nosotras mismas, entonces deberíamos preguntarnos cuál es el verdadero poder de la belleza y cómo y quién determina qué es bello. El poder debe ejercerse con equidad y con respeto a la diversidad y a lo identitario de cada individuo y de cada pueblo.
[1] O chulikoooh. Es una prenda de calle femenina típicamente iraní, consistente en una simple pieza de tela semicircular abierta por delante que se coloca sobre la cabeza, cubriendo todo el cuerpo salvo la cara.
[2] Es un tipo de velo que se ata a la cabeza sobre un cobertor de cabeza y que cubre la cara, a excepción de una abertura en la zona de losojos para que la mujer pueda ver a través de ella.
[3] Fragmento de canción de Las Krudas, agrupación cubana de rap. Sus dos integrantes se declaran como grupo feminista, autónomo y lésbico.
[4] En el argot popular cubano para referirse a las mujeres voluptuosas.