Por: Luis Toledo Sande
Ignorar que el lenguaje, expresión del pensamiento, encarna los valores y desvalores dominantes en la sociedad, lleva a comulgar con desigualdades que se perpetúan por inercia, y por la pasividad y las maniobras de los beneficiados. Si la atención a esa realidad en todas las esferas constituye un deber de la población en su conjunto, en el lenguaje es una responsabilidad particular para quienes tienen tareas profesionales que cumplir en él, cualquiera que sea el ámbito donde se desempeñen.
Sostener que tales asuntos —relacionados nada menos que con el derecho de los seres humanos a la equidad justiciera— carecen de importancia, o pasarlos por alto en nombre de la facilidad y la expresión “natural”, puede hacernos cómplices de injusticias. El lenguaje es un fruto de la sociedad, no de la naturaleza, aunque se articule con órganos biológicos y recursos acústicos y visuales asociados a ellos, y el facilismo no justifica desconocer los derechos de todos los seres humanos a ser tenidos debidamente en cuenta.
Marca de dominación
No debemos aceptar desprevenidamente la norma del género “no marcado”, como se califica al dominante. Es la que se aplica, por ejemplo, al llamar “los trabajadores” a un colectivo formado por hombres y mujeres, aunque lo integren 99 de ellas y un solo varón, lo mismo que si la proporción es a la inversa. Para que la norma valide decir “las trabajadoras”, tienen que integrarlo mujeres en su totalidad. Si queremos atenernos al “ahorro” verbal y a la agilidad que se logra al no decir “los trabajadores y las trabajadoras”, al menos seamos conscientes de lo que ese recurso esconde.
Tan “inocente detallito” —institucionalizado por la gramática, pero sellado por prerrogativas sociales de raíz económica que han regido también en las academias— tiene raíces en la preponderancia ideológica y objetiva que privilegia a la población masculina desde que se implantó el patriarcado. La huella en el terreno laboral se aprecia, por ejemplo, cuando se llama doctor, ingeniero o abogado a la mujer que ejerce alguna de esas ocupaciones.
Sucede así aunque prospera el uso de los títulos en su forma femenina, gracias al avance de las mujeres en la generalidad de las profesiones. Sin embargo, persiste un hecho frente al cual toda la sociedad debería generar la correspondiente reacción transformadora: a menudo las propias mujeres se aplican a sí mismas los títulos en masculino. Ello es una prueba más de que el pensamiento dominante, calzado por la imposición, también lo asume el dominado, o la dominada, y se reproduce como si fuera algo “espontáneo”.
Aún hoy existen ocupaciones reservadas para hombres. Ocurre no solo en algunas instituciones religiosas con respecto a sus más altas jerarquías, como el rango papal en el catolicismo, lo que recuerda la fábula que presenta a la mujer hecha de una costilla de hombre. Por muy metafóricas y “candorosas” que sean, expresiones de ese corte envuelven siglos de pensamiento en que a la mujer se le tuvo por inferior, y se le impuso darse ese lugar, resignarse a que se le hiciera “invisible” socialmente, aunque representa no menos de la mitad del mundo.
Algunos empleos, como el de secretaria, se asocian a tareas menores o de inapelable subordinación a un jefe —sí, de preferencia varón—, mientras que el cargo de secretario ha servido para designar altas responsabilidades políticas. Otra clara señal de semejante realidad es la diferencia de sentido que media entre hombre público y mujer pública, algo que suele hacerse notar incluso como si fuera un chiste.
“Heráldica” sexista
El resumen de la marginación a que se ha visto sometida la mujer lo ofrece una sinonimia que sigue campeando por sus fueros: la que iguala simultáneamente a hombre y varón y a hombre y ser humano. Ante ello, recordemos una antigua máxima: “El hombre es la medida de todas las cosas”. En ese camino, viril adquirió la equivalencia de valiente, y —dejémoslo ahí para no subir el tono de los ejemplos— femenil se identificó con débil.
Como cada ser humano, las instituciones sociales tienen deberes que cumplir en la aspiración de equidad en todas las esferas, incluida la lengua. Evadirlos arrastra no solo a cometer injusticias, sino torpezas de naturaleza práctica opuestas a los fines perseguidos. Parece que en nuestro medio ha cesado la creencia de que “la cárcel se ha hecho para los hombres”. Al margen de cuanto quepa decir sobre injusticias cometidas en todas las épocas, mundial e históricamente la vida confirma que a ese recinto, mientras sea necesario, deben ir —de acuerdo con leyes llamadas a ser justas— quienes, independientemente de su sexo, cometan faltas de una determinada gravedad. Pero todavía pululan, en cuanto a géneros, otras suposiciones desatinadas.
En Holguín, provincia de grandes logros, se respira el orgullo por la producción allí de buena cerveza, en especial la Bucanero, cuyo nombre daría para un tratado, pero no es el tema que nos ocupa. Según muchos gustos —como el del autor de este artículo, quien disfrutaría poder saborearla, ¡oh, mandante economía!, más a menudo—, tal vez sea la mejor de Cuba. Sin embargo, su publicidad vigente parece dirigida a rechazar la mitad o más de sus clientes potenciales. Quienes crearon y aprobaron tal publicidad no concibieron mejor modo de alabar a la Bucanero (5,4 % de volumen alcohólico) que acuñar esta especie de lema heráldico: “UNA CERVEZA DE HOMBRE”.
¿Está vedado a las mujeres consumir cerveza fuerte? ¿No tienen ellas capacidad para disfrutarla? Lo curioso es que semejante propaganda se hace con el fin de elogiar a una cerveza producida en una tierra donde es posible escuchar, como cuestión de honor, que “hasta las mujeres beben”. Claro que en ese caso la preposición hasta expresa una manera de discriminar a la mujer, y que, si se tratara de repudiar el exceso en el consumo de bebidas alcohólicas, debería hacerse sin diferenciar géneros. Es una necesidad de la especie humana.
Brindis necesario
En nuestra patria sería erróneo considerar que la lucha contra la discriminación en cuanto a géneros le corresponde exclusivamente a la Federación de Mujeres Cubanas. Esa lucha es un deber de la población en pleno, y los avances alcanzados hasta hoy —incluida la igualdad salarial, un sueño en otras latitudes— no nos autoriza a sentirnos satisfechos, ni remotamente. Lo corrobora la existencia misma de la mencionada organización.
Falta mucho por andar en ese tema, y una breve nota no da para tratarlo con profundidad. Pero no hace falta ahondar mucho para afirmar que los fabricantes y comercializadores de la Bucanero, aparte de seguir cuidando su calidad, deberían eliminar de su propaganda el lema citado. No parece muy sabio que digamos en cuanto al mercado, y, en cualquier caso, es palmariamente incompatible con los ideales de igualdad por los cuales luchamos y debemos continuar luchando. Libre de tal lema, esa cerveza sería más merecedora de un brindis feliz: “Por la igualdad de derechos y disfrute entre hombres y mujeres (o entre mujeres y hombres), sin exceso en el consumo de alcohol, ¡salud!”
Publicado en Bohemia Digital
Abril 2011