Zorras en la calle, malfolladas en la red

Al poco de ser reelegida alcaldesa de Barcelona, Ada Colau aparecía en todos los medios visiblemente emocionada y conteniendo las lágrimas mientras era entrevistada en una radio catalana. Se comprenden esas lágrimas: el proceso de campaña electoral fue duro y largo, las negociaciones para formar gobierno ásperas y con faltas de consenso, y la propia investidura como alcaldesa, agridulce.

Traigo este tema aquí porque me pareció especialmente duro el que, en el transcurso de dicha investidura, tanto Colau como otras ediles recibieran insultos machistas por parte de personas en desacuerdo con sus pactos de gobierno.

Putas, guarras y zorras, se oía.
Putas, guarras y zorras.

Putas. Guarras. Zorras. Uf. Cómo cansa la misma historia siempre. Esa violencia verbal reservada específicamente para las mujeres, la cual, si congeláramos ahora mismo el tiempo, seguramente podríamos escuchar como un mantra en sintonía en un patio de un colegio, en una reunión de empresa –por lo bajinis-, en la calle, en un bar, en una discoteca, en un partido de fútbol femenino, en universidades y, por supuesto, en las redes sociales, que no son más que el puro reflejo de quienes somos, con nuestras grandezas y nuestras miserias.

La alcaldesa de Barcelona también conoce de bien cerca las ciberviolencias y su impacto, como expresó en las jornadas ‘Ciberviolències i participació política de les dones’, organizadas por Pikara Magazine, FrontLine Defenders y Calala el 5 de marzo de 2019 en Barcelona.

Quizá suena muy obvio recordar que las personas tenemos derecho a la vida privada, a la libertad de expresión y de acceso a la información, a la protección de nuestros datos y a una vida libre de violencias, pero siento absolutamente necesario apuntarlo nuevamente.

Las personas -sí, sí, las mujeres también- podemos en consecuencia tener relaciones afectivas y/o sexuales libremente, podemos expresar y defender nuestras ideas políticas, podemos ganar elecciones y ostentar poder, podemos dar nuestra opinión sobre el tema que nos apetezca.

Y de hecho lo hacemos.

Eso sí: el precio que pagamos es alto y sobradamente conocido, tanto en persona como en las redes sociales. Insultos machistas, escarnios, persecuciones, invitaciones trasnochadas para irnos a fregar, incluso amenazas de muerte.

La creencia de fondo siempre es la misma: cualquier mujer que ostente poder bien en lo público o en lo privado, que se exprese en voz alta, que no sonría siempre, que sea visible o que cuestione el status quo es “insultable” y “penalizable”. No tanto en relación a su opinión, a sus capacidades o a lo que haya expresado –que también-, sino en cuanto a su propia condición de mujer.

Guarra, puta, zorra, fea, negra, sudaca, infollable o vieja son insultos volcados hacia las mujeres que osan hacer lo que, según los guardianes de la moral, no debe hacer una mujer: confrontar, decidir, expresar su opinión, quejarse, vestir como quiera, reivindicar su espacio, su cuerpo y su autonomía.

También hacia las personas racializadas, gordas, queer o que rompen, de alguna manera, con el ser una persona “normal y respetable”.

Son insultos que reprueban, crueles, esa osadía de ser un tipo de mujer que no es “la correcta” (es decir, la que calla, es “fina”, delgada y blanca) y que, como tal, ha de ocupar un lugar de subalterna en nuestro ordenamiento social. Esas subalternas son, somos, como reivindica la gran Virginie Despentes reapropiándose con mucho arte de los insultos, “las feas, las viejas, las camioneras, las frígidas, las mal folladas, las infollables, las histéricas, las taradas, todas las excluidas del gran mercado de la buena chica”.

Si trasladamos esta realidad de los insultos sexistas, machistas y racistas a las redes, nos encontramos a su melliza aunque bajo unas condiciones diferentes: las redes ofrecen un escondite ideal desde el que violentar sin mostrar la cara ni exponerse en un vis a vis.

Como afirma Eva Ferreras, autora del artículo ‘Combatiendo el acoso al feminismo en las redes’, publicado en Ctxt, “el acoso no es un fenómeno exclusivo de internet, pero aquí tiene características específicas como la inmediatez, la rapidez de propagación y contagio, la posibilidad de agredir desde el anonimato o la distancia que los agresores pueden tomar con respecto a la víctima”.

Existen innumerables experiencias de persecución de políticas, activistas, feministas, defensoras de derechos humanos y mujeres de a pie por expresarse en redes, por defender sus ideas o sencillamente por vivir su vida y su sexualidad de la manera en que desean vivirla. Las acciones organizadas son la expresión más extrema del acoso en internet, pero las agresiones verbales, insultos o comentarios despectivos son el día a día que sufren muchas personas.

Me pone aún los pelos de punta recordar el suicidio de una mujer, trabajadora de IVECO, tras difundirse entre los trabajadores de la fábrica un vídeo con contenido sexual en el que ella aparecía. Estos delitos contra la intimidad, insoportablemente habituales, tienen como objetivo el castigo público por una libertad sancionable según la moral imperante: en este caso la libertad sexual. Y, aunque nos creamos tan modernos, el que una mujer hable, confronte, vista como quiere, tenga sexo y lo disfrute, viaje o gobierne aún se juzga y se castiga. Hasta llegar a provocar un suicidio.

 

Las consecuencias psicológicas de un acoso continuado en redes o de la divulgación de información privada pueden ser demoledoras y definitivas, como en este caso. Y van sin duda mucho más allá: todas vemos a lo que nos exponemos si hablamos “demasiado” o somos “demasiado” libres. Es el mismo miedo que nos lleva a tener precaución de noche o en sitios oscuros, por si nos violan; pero trasladado al espacio virtual.

Recibir ciberacoso puede generar estrés, ansiedad, ataques de pánico, baja autoestima, insomnio, miedo, angustia, depresión, síntomas físicos como cefalea y dolor abdominal, dificultades para socializar o autocensura (prefiero callarme, salir de las redes, no expresar).

Amnistía Internacional denuncia que ni más ni menos una de cada cinco españolas (un 19 por ciento) ha sufrido agresiones en internet.

No hay que olvidar que siempre que un grupo tradicionalmente acallado o discriminado gana terreno es reprimido. Gracias al espacio virtual las mujeres hemos ganado espacios de expresión, nos hemos convertido en emisoras y hemos dado lugar, protagonismo y difusión a nuestras cosmovisiones. También hemos creado espacios de comprensión y apoyo mutuo. Esto escuece.

La receta para que estos delitos se vuelvan cada vez más residuales es compleja y sencilla a la vez: seguir construyendo redes de apoyo, en persona y en internet; más empoderamiento y apropiación del mundo online y las nuevas tecnologías; creatividad y humor contra lo retrógrado, más amor, más cuidados, más derechos humanos, más feminismo.

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