Ahorro energético y algunos estereotipos

Claro que el título de esta nota es demasiado pretensioso para lo que quiero decir, pero no hallé otro. Pido disculpas por eso y cuento  lo siguiente.

La primera vez la señora mayor exclama con asombro: “¡¿Otra vez congelado, y aquí arriba mojado?!” Y presuroso, acertado y servicial el joven yerno, con dejito de buena gente, esclarece: “La junta, suegrita, la junta. Hay que cambiarla”. Luego es el nieto el que, contento, se apresta a guardar en el refrigerador los platicos del deseado y aún caliente dulce.

Es entonces la señora la que, sabia, cariñosa, maternal y condescendientemente, advierte: “Así no, hay que esperar que se enfríe. De lo contrario, se daña el termostato”.

Hasta ahí todo parece andar bien. El mensaje es suficientemente claro. Su finalidad es educar en el ahorro de energía, y, de paso, en el cuidado de los equipos domésticos de refrigeración. Eso, dirán los autores de los spots televisivos, lo entiende cualquiera. Con seguridad es así.

Lo que no es tan seguro es que todas las personas receptoras de esos mensajes de la televisión cubana se fijen en que, en ambos casos, la relación informado/a-desinformado/a, o lo que es lo mismo, listo/a-tonto/a, también es transparente y “naturalmente” desequilibrada.

 Como se trata de situaciones cotidianas, esos mensajes, con toda la llaneza del mundo, dejan ver que cuando la relación es entre una mujer y un hombre, y más aún, cuando la mujer es mayor de edad y el hombre joven, es el último el que, sin duda alguna, se las sabe todas. ¡No faltaría más! Así ha sido siempre.

Y cuando la relación se traba entre la mujer mayor y el niño –que ahora no importa que sea varón–, la primera es la dueña absoluta del conocimiento necesario. Mucho más si se trata de abuela y nieto. También todo claro. Todo tal y como nos han enseñado que es la vida.

Pero la cosa no para ahí. Un nuevo spot aparece en los televisores de las casas de la familia cubana para comunicarnos otras “verdades inamovibles”. Por esas casualidades de la vida, digo yo, el mensaje también está abiertamente referido al necesario ahorro energético hogareño del que todos y todas tenemos que aprender. ¡Qué bueno!, ¿no?

De principio a fin los actores de ese producto comunicativo son dos: un hombre, rigurosamente perceptible, protagonista; una mujer, su mujer, oculta, invisible.

Eso es lo primero y lo único que la imagen televisiva nos coloca frente a los ojos durante todo el tiempo del spot. ¿Qué hay de raro en eso?, podríamos preguntarnos. ¿Y si descomponemos la escena?, ¿si oímos todas las voces que hacen parte de ella?, ¿qué pasaría entonces?

 El hombre –cubano, joven, grande, fuerte, negro (menos mal), de buena dicción, con dominio de la palabra–, es muy evidentemente “hombre”, y también, seguramente, letrado. Pero, ¡pobrecito!, no sabe usar la olla arrocera que el estado cubano, el mismo que lo instruyó, está sugiriendo introducir para hacer más eficiente económicamente y más moderna nuestra práctica de cocinar. Ahí mismo, junto a la manera en que los actores de la escena son presentados, empiezan a hacerse transparentes los mensajes no tan evidentes que el spot propone y transmite públicamente, sin dudas  desde la buena fe asociada al ahorro de energía.

Como hombre-hombre que es, nos dice la nota televisiva, es “normal” que el protagonista, nivel instructivo aparte, no sepa siquiera leer e interpretar unas sencillas instrucciones de manejo de un equipo también sencillo. No importa que, habitualmente, sean los hombres los que se las ven con aparatos tales como motores de agua, taladros eléctricos, o cualquiera de esos equipos que, no quepa duda, son más complejos que una olla arrocera.

Ahí está el detalle que nos da, al menos, una claridad: la cosa no está en la complejidad técnica ante la cual muchos hombres quieren  alzarse, y de hecho se alzan victoriosos. Es que no estamos ante un equipo cualquiera sino ante un aparato que pertenece a un espacio tradicionalmente femenino: la cocina. Y ese solo hecho paraliza al hombre. ¿Será que habrá alguna insospechada hormona u órgano que determina la diferencia entre hombre y  mujer cuando de lo que se trata es de cocinar y comer? ¡Vaya usted a saber!

 Por lo pronto, mientras esas averiguaciones andan, el spot rescata triunfalmente a la mujer invisible para que sea ella, y nadie más que ella, la que, plácida y complacientemente, se aferre al rol vinculado al espacio privado de la cocina, que “le toca”. Desde ahí, con la tranquilidad del deber que la tradición le ha asignado, explica al marido con lujo de detalles qué hacer.

 Aparece entonces la primera trampa de la que, al parecer, los autores del spot no se percatan: tan innecesarios e insignificantes son algunos de los detalles de la explicación de la mujer que terminan por convertir en tonto al hombre, que los recibe sin protestar. Eso, seguramente, no estaba en la intención de quienes realizaron el mensaje. Probablemente no repararon en eso. ¿Será que no es obvio? No lo es culturalmente todavía, me digo.

 Al fin la frase del hombre “¡Esta noche tenemos fiesta!”, que carita y tonito pícaros incluidos, es la que cierra insultantemente el spot.

 Ocupar provisionalmente un espacio femenino por la costumbre, tener la paciencia de escuchar las instrucciones de la mujer, hacerse el tonto y, para colmo, ¡cocinar una vez un arroz blanco!, concede al hombre el derecho a “premiar” a la mujer. El premio anunciado desde una sola de las partes es la cópula. ¡Más claro ni el agua!

 Pero entiéndase bien: nadie está maldiciendo de la cópula. ¡Dios nos libre! Lo que digo es que el anuncio de una celebrativa jornada de relaciones sexuales –que cuando de parejas se trata, como es el caso, ocurre entre dos–, se presenta en el mensaje como propiedad exclusiva del hombre. La propuesta es sólo de él. Esa es su manera de autoafirmarse en el rol de dador único de goce sexual que la historia y la sociedad le ha otorgado. ¿Será que está muy seguro de su propio deseo, o es que eso es lo que debe hacer?

En cualquier caso, la “fiesta” se da por hecha en el spot. Nadie pensó en dar a la mujer la oportunidad de compartir la propuesta, de acogerla tal vez. Mucho menos de negarla. La mujer, además de invisible, es ahora muda.

Esos mensajes, entonces, por encima de animarnos a ahorrar energía, propósito que al parecer satisfacen, reafirman esas maneras de asumir las relaciones entre las personas que la tradición, y no sólo ella, ha impuesto; ese tipo de relaciones que estamos acostumbrados y acostumbradas a aceptar desde que el mundo es mundo. Da la impresión de que es natural que, como naturales, presenten situaciones que ya hace tiempo se debería saber socialmente que no lo son.

Lo más probable es que la intención de los autores de esos spots haya sido sana y constructiva. Lo más posible es que no se hayan percatado de los otros recados que esos audiovisuales comunican. Pudiera ser que no hayan reparado en la carga de estereotipos que los mensajes portan. Casi con seguridad que es así.

Entonces, benevolencia por medio, pudiera parecer pedantería detenernos en cosas como esas, en las que bien podemos no reparar si, a fin de cuentas, no pasa nada. ¿Para qué complicarse la vida, no? Esa pudiera ser una manera de mirar esos mensajes de intento educativo, cuyo fin es enseñarnos a ahorrar electricidad y nada más.

Pero también hay otros modos de ver con el auxilio de los cuales –si alguna vez nos encargaran hacer cosas como esas–, pudiéramos hacer modestísimas contribuciones a la mirada abierta a la vida que nos empeñamos en alzar. Claro que eso demanda más atención. Demanda otra sensibilidad. Exige acceder a otras lecturas de las relaciones de poder. Pero tampoco es demasiado agotador, me parece. Es un esfuerzo –que reclama el tiempo y el lugar que vivimos– que nos permitiría ser capaces de percatarnos de esos textos ocultos, que yo creo que son perniciosos, con lo cual también evitaríamos reproducirlos sin más ni más.

Definitivamente, es hora de no dejar que se repita, que los hombres son más listos que las mujeres, que los niños y niñas saben menos que sus mayores, y mucho menos aún públicamente.

Es también ya tiempo de saber que la cuestión de género no es solo cosa de mujeres, que los hombres también sufren el sexismo, que no hay nada sobrenaturalmente predeterminado en las relaciones entre hombres y mujeres, que ni las primeras somos las dueñas exclusivas de los espacios privados, ni los segundos son propietarios particulares de las decisiones relativas al sexo.

Es tiempo, entonces, de que los mensajes televisivos –y otros—tomen nota de esto y paren de una buena vez de contribuir, no importa que sea sutilmente, a reproducir estereotipos como estos. ¿O no?

Marzo de 2007

* Marla Muñoz Urbino

Graduada de Licenciatura en Geología en la antigua Unión Soviética. en 1966, trabajó como geóloga sólo ocho años. Durante más de décadas se desempeñó como secretaria de la delegación cubana en la Secretaría Permanente para Asuntos del Consejo de Ayuda Mutua Económica (CAME). Tras la desaparición de esa institución y de la oficina cubana, pasa a trabajar al Centro de Estudios Europeos, en el programa de relaciones con organizaciones no gubernamentales europeas, y comienza a editar el boletín “Mensaje de Cuba”. En 1997 cursó el taller de formación de educadoras y educadores populares del no gubernamental Centro Martin Luther King (CMLK). Tras su jubilación en 2000, estuvo un año en casa hasta que se incorporó como asistente al Programa de Educación Popular y Acompañamiento a Experiencias Locales del CMLK.

 

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