De víctimas y mujeres en la dramaturgia cubana

Flora se acerca a Diego humildemente para pedirle que ayude a su sobrina a conseguir cierta beca estudiantil. Él trata de evitar el diálogo desde una pose de superioridad. Parece confundido porque ella, con su uniforme y su escoba de barrendera, se atreve a hablarle en público. Tras la sumisión de Flora y la altanería de Diego hay mucho más que sus dos distantes espacios de poder: está la historia de vida de la mujer, acusada en el pueblo de casquivana. Las ofensas que él comienza a hacerle provocan que la conversación suba de tono hasta tornarse discusión. Diego le grita «puta» en medio de la acera. Ella comienza a llorar y se va.

Tati entra a un motel oscuro y sucio, idéntico a los que abundaban en La Habana hasta los años 90 del siglo XX, bautizados como «posadas» y empleados para cobijar el sexo furtivo. Aunque su amante Lázaro la espera en la puerta del local, no pueden evitar que caigan sobre la mujer las miradas lascivas de los dos hombres que atienden el lugar. Minutos después, Pepe y Renato se turnarán «los espejuelos de palo» (un hoyo oculto en la pared del cuarto) para masturbarse a costa de la desnudez de Tati. Cuando terminan, uno de los personajes se regodea en que «Igual que todas. Al final se quedan boca abajo y resoplando como una vaca en tiempo de seca».

Estas escenas son recreadas en recientes filmes cubanos de dos diferentes directores, que optaron por llevar al séptimo arte conocidas piezas dramáticas. Además de su origen teatral, las producciones tienen algo más en común: en ellas las mujeres son víctimas de diferentes formas de violencia. El maltrato que sufre el personaje de Flora, interpretada por la actriz Isabel Santos, a manos de Diego (Albertico Pujols) es recurrente en la película Casa vieja, largometraje del realizador Léster Hamlet, estrenado en los cines cubanos en 2011. La producción es una versión de La casa vieja, obra del gran dramaturgo cubano Abelardo Estorino, que fue Premio Casa de las Américas en 1964. La violación a la privacidad de Tati (Ismercy Salomón) y de su amante (Tomás Cao) es una de las primeras escenas del filme Penumbras, dirigido por Charlie Medina y estrenado hace pocas semanas en los cines de todo el país. Está inspirado en «Penumbra en el Noveno Cuarto» (Ediciones Unión, 2004), de Amado del Pino.

La diferencia principal entre ambos productos audiovisuales radica quizás en que si Penumbras respeta el espacio y tiempo original del drama (última década del siglo pasado), Casa vieja apuesta por una adaptación de la historia en la actualidad cubana. Una conversión a nivel de escenografía y vestuario que su equipo de realización no logró en los niveles más profundos.

Esteban, el protagonista de la película dirigida por Hamlet, es conducido en un taxi moderno al hogar de la familia que abandonó para irse del país y sobre todo para asumirse en su sexualidad homo. Sin embargo, en la adaptación cinematográfica permanece idéntico el tratamiento que hiciera Estorino en los años 60 a los conflictos de Laura, la hermana del protagonista, abandonada por su amante el día del velorio del padre. Silenciados quedan los principios de la madre de ambos, que se plegó a los deseos del esposo y le viró la espalda al hijo, y a medias aparece la propia Flora. Las posturas que podrían volverse críticas en una historia del presente se diluyen en los complejos de Esteban y su reencuentro con el pasado.

La creación de no pocos autores teatrales de Cuba, en diversas épocas, encuentra punto común en la resignación de los personajes femeninos a ser violentados, y en la naturalidad con la que muchos otros personajes de uno y otro género asumen su papel de castigadores. Uno de los problemas asociados a estas representaciones parece estar en que «la diversidad sexual se ha posicionado entre los temas de más atención, pero el de la realidad social de las mujeres ha disminuido en los medios», según advirtió la investigadora Zaida Capote Cruz en un panel sobre Género y Nación, promovido en abril de 2012 por el Programa de Género y Cultura del Grupo de Solidaridad Oscar Arnulfo Romero con apoyo de la Agencia Española para la Cooperación y el Desarrollo.

En la dramaturgia escrita en el país son numerosos los ejemplos que presentan a las mujeres como víctimas de diferentes formas de violencia. Ellas no son las protagonistas más comunes pero sí las más martirizadas. El maltrato físico, usualmente representado en productos televisivos, no suele ser el más visto en el teatro. Parecería que su presencia explícita lo distancia de los presupuestos artísticos de las tablas, aunque no existen estudios que permitan afirmar tal cosa. Sí es evidente que las violencias psicológica y verbal son esgrimidas constantemente contra los personajes femeninos, a veces de formas tan sutiles que corren el riesgo de ser legitimados.

En «Penumbra en el noveno cuarto», por ejemplo, Tati propicia el acercamiento entre el posadero Pepe y Lázaro, amante de la mujer. Sin embargo, ella queda fuera de ese espacio de confesiones. Es objeto del deseo o actante, pero nada más. En algún momento llegará a indagar sobre si fue rascabuchada en el motel, y es confusa su reacción ante la respuesta. No por ello deja de considerarse a sí misma una víctima. Su victimización será más explícita en el monólogo En falso, con el que el mismo dramaturgo dio una especie de continuidad al personaje. Las tragedias asociadas a la frustración de la maternidad y a maltratos domésticos son el tema de esta pieza derivada de la obra.

OTROS TIEMPOS, LAS MISMAS VÍCTIMAS

Los más jóvenes dramaturgos y dramaturgas ahondan sobre estas representaciones de la mujer, principalmente en los espacios domésticos. Y aunque lo hacen desde un prisma más crítico, luego los directores que montan sus piezas casi siempre optan por reafirmar el acto a nivel escénico, sin dejar muchas escapatorias simbólicas para la víctima.

Cierto debate en el mundo teatral cubano ha generado la reciente puesta en escena de La hijastra una pieza escrita por el multipremiado y bisoño dramaturgo Rogelio Orizondo. El director Juan Carlos Cremata subió a las tablas de la Sala Tito Junco del habanero Café Teatro Bertolt Brecht en septiembre la historia de Suly, una adolescente sin brazos a quien todos llaman Bicho. Se sabe que la mutilación de la niña es responsabilidad de su madre, que la lanzó de un edificio. Y en el momento en que transcurre la pieza, Suly es maltratada y violada explícitamente en el escenario por su padrastro Mateo, un borracho abusivo. El uso constante de violencia verbal y física contra el personaje de la adolescente y entre el resto de los intérpretes marca esta puesta, arrojándola por caminos controversiales.

Hasta la fecha, Cremata ha hecho para el cine dos versiones de piezas teatrales: Chamaco, del dramaturgo Abel González Melo, y El premio flaco, del fallecido Héctor Quintero. La primera tuvo su presentación definitiva en 2012, mientras la segunda había comenzado su peregrinar por los cines cubanos casi tres años antes. Tanto en uno como en otro filme, con argumentos raigalmente diferentes y escrituras separadas por más de cuatro lustros, las mujeres son representadas como seres débiles. En ambas piezas posponen sus sueños a favor del bienestar de los otros, pero de todos modos sus sacrificios no las salvan de ser víctimas de violencia psicológica, verbal, dependencia económica y maltrato físico.

En Chamaco, Roberta López, la guardaparques, es un personaje oscuro, a quien acusan de «ave de mal agüero». Noctámbula de las noches habaneras, Roberta está dispuesta a prostituirse por comida y dinero. Todos la empujan, la mandan a callar con brusquedad. Silvia Depás, amante del «héroe» de la historia, media entre los conflictos de su padre y de su hermano, y por ellos pospone su decisión de ser feliz, de comenzar una nueva vida.

Aunque es innegable que entre las más maltratadas mujeres de Abel González Melo se hallan Lucía y Zuleidy, personajes femeninos que comparten el protagonismo de las piezas Nevada y Talco, respectivamente. Ambas son prostituidas por sus novios y familiares más cercanos. El excelente montaje que Carlos Celdrán hizo en 2011 de Talco para su Argos Teatro puso sobre las tablas una de las escenas más violentas de su repertorio: el Ruso arrastra a Zuleidy al interior del sucio baño del cine semiabandonado donde viven. Él le golpea el estómago con el pie, la tira en el suelo y la obliga a hacerle el sexo oral, en una secuencia conmovedora para las y los espectadores.

Estas piezas dramáticas se suman a una larga lista en las que los personajes femeninos casi nunca son responsables de sus propias transformaciones, sino víctimas de los otros. No obstante, la presencia decisiva de varias mujeres escritoras en el movimiento teatral, parece estar anunciando un cambio.

LA PURIFICACIÓN DE LOS CUERPOS HABITADOS

De la autoría de Yerandy Fleites le han (re)nacido varias heroínas al teatro cubano. Mujeres que como Antígona, Medea o Electra habían visto la luz en la tradición griega han sido renovadas sobre la escena nacional, en un alumbramiento novedoso, atractivo y desmitificado. Ellas son las protagonistas indiscutibles de las obras de Fleites. Hablan sin rodeos, con registros que se mueven entre los cánones de culturas antiguas y el dicharacho más contemporáneo, son independientes y soñadoras.

Tanto en Antígona, como en Jardín de Héroes, los principales antagonismos se dan en pares de mujeres (ambas piezas pertenecen a una tetralogía que sigue con Un bello sino, y culmina con una pieza sobre Ifigenia). En la primera, la propia Antígona se enfrenta a su hermana mayor Ismene, que representa lo establecido, lo reconocido como «correcto». En la segunda, la rivalidad se presenta —como en el mito— entre Electra y su madre Clitemnestra. Las posturas tradicionales sobre el «ser mujer» son asumidas por los personajes de más edad. Así Ismene le reprocha a su hermana menor ser «Un cuerpo tan puro. Una niña tan blanca con unas manos tan sucias». Mientras Clitemnestra se mofa de la fealdad de su hija como un síntoma de amargura.

Otros signos de violencia reafirman estas representaciones: las dos adolescentes son acusadas de «marimachas», ofendidas verbalmente en reiteradas ocasiones con una palabra en desuso en las urbes, pero sedimentada en la tradición campesina. Ismene es calva, mientras Antígona lleva trenzas. Tanto a la hija de Edipo como la de Agamenón les preocupa ser «más mujer» que sus enemigas. Y si Egisto y Clitemnestra desean de alguna manera la desaparición de Electra, los hombres de Creonte toman a Antígona, en acto de violencia explícita, para matarla:

Hombre Uno: Vamos, princesita, hablaremos por el camino.

Antígona lo muerde. Hombre Uno se queja.

Hombre Dos: (Dándole un pequeño golpe a ocultas de los demás.) Ya habrá tiempo para que muerdas, putica de tierra.

Creonte: Vamos, anda, no te va a doler.

Antígona: ¿Por qué tengo que ir?

Ismene: Porque ese muerto es tuyo, bestia.

Antígona: ¿Pero a dónde voy, carajo? ¡Hemón! ¡Auxilio! ¡Hemón! (Queda de fondo, como brisa tal vez, el «a dónde voy».)

La joven Lilianne Lugo es autora y directora de la pieza Entropía, que llegó por primera vez a escena en el pasado Festival Elsinor del Instituto Superior de Arte y que luego inauguró la Semana de Teatro Alemán 2012. En su puesta, una mujer y dos hombres (interpretado por un mismo actor) desnudan sus angustias sentimentales. La protagonista es infeliz al lado de un marido que la ignora y la maltrata. Su costumbre de llorar en las escaleras, sin una casa familiar a la que regresar, es su única vía de escape ante una vida monótona, en la que ella es dependiente económicamente de su marido, a pesar de ser doctora y trabajar en la calle. En Entropía, la mujer está atada a su infelicidad y a los maltratos que la originan, a pesar de ser consciente de ello.

En Strip-tease, de la también joven escritora Agnieska Hernández, aparece la figura de la mujer en el rol de cuidadora de enfermos. Si en la pieza de Lugo la protagonista se encarga de la abuela del marido, en la de Hernández Sabrina solo tiene tiempo para cuidar a su padre enfermo. Sin trabajo y con una fuerte tendencia depresiva, la joven se castiga a sí misma una y otra vez con extraños métodos de autorepresión.

Si se sabe que el teatro —como casi todas las manifestaciones artísticas— apela a la realidad que le es inmediata para ponerla en crisis, habrá que cuestionarse cuánto ha cambiado verdaderamente el papel de la mujer en los espacios privados de la sociedad cubana, y en cuántos ha dejado de ser víctima del poder androcéntrico y patriarcal. Las piezas de las y los más jóvenes dramaturgos cubanos lucen como alertas, porque aunque dan voz a las mujeres y rompen con las formas tradicionales de representarlas, estas siguen siendo las más victimizadas. En las obras más recientes, ellas tienen la sed de conocimiento que le faltó a la Camila de José Ramón Brene, o el valor de asumir una vida nueva que no tuvieron las contemporáneas de la María Antonia, de Eugenio Hernández Espinosa. Pero como la Ramona de Roberto Orihuela siguen siendo violadas, vejadas, aguijoneadas por los prejuicios de sus contemporáneos y, sobre todo, por los propios.

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