Mucho se ha escrito y discutido acerca de la violencia de género. Pareciera que eso contribuye a la claridad sobre su origen, características y manifestaciones; sin embargo, al tratarse de un problema social cuyo origen está determinado por construcciones culturales patriarcales legitimadas históricamente, se invisibiliza y naturaliza perversamente su esencia, lo que dificulta su disección y desmontaje en el tejido social.

Tal como señala Kate Millet en su obra Política sexual, “no estamos acostumbrados a asociar el patriarcado con la fuerza. Su sistema socializador es tan perfecto, la aceptación general de sus valores tan firme y su historia en la sociedad humana tan larga y universal, que apenas necesita el respaldo de la violencia”. Y, sin embargo, continúa Millet “al igual que otras ideologías domina antes, tales como el racismo y el colonialismo, la sociedad patriarcal ejercería un control insuficiente, e incluso ineficaz, de no contar con el apoyo de la fuerza, que no solo constituye una medida de emergencia, sino también un instrumento de intimidación constante”[1].

En consecuencia, parece haber consenso, al menos entre los especialistas, en reconocer que la violencia de género es la violencia masculina o, lo que es lo mismo, la violencia patriarcal, machista o sexista y que sus víctimas son las mujeres, o más exactamente el género femenino o su esencia, puesto que este no puede reducirse a la anatomía de un cuerpo sexuado. Como señala Gayle Rubin en su ya clásico artículo “El tráfico de mujeres: notas sobre la ‘economía política’ del sexo[2], “el sexo es el sexo pero lo que cuenta como sexo está determinado y obtenido de modo igualmente cultural. Toda sociedad posee un sistema de sexo/género, un conjunto de arreglos mediante los cuales la materia prima del sexo y de la procreación humanas son configurados por la intervención humana y social de modo convencional, no importa cuán bizarras sean esas interpretaciones”.

De tal modo, el papel de la cultura es cardinal, pues el género es una construcción sociocultural configurada sobre la base de la sexualidad, que abarca la manera en que cada mujer y cada hombre concretan la cultura de su sociedad mediante el aprehendizaje de sus normas, sus valores, sus tradiciones, su historia.

Pero los elementos para explicar la legitimación de la violencia de género son los componentes estructural e histórico del patriarcado, referidos a las relaciones de poder entre mujeres y hombres y nunca como sinónimo de las primeras. De tal modo, el patriarcado se expresa como violencia de género, porque él es en sí mismo la forma con la cual la violencia de género es capaz de instituir cotidianamente a nuestra sociedad. El patriarcado, entendido como un orden social que legitima la estructuración de la sociedad para garantizar el dominio masculino y la subordinación y desvalorización de lo femenino, es la base que sustenta la violencia de género mediante un sistema sexo-género que se perpetúa en normas, valores, creencias y a través de la división de espacios, acceso a recursos y a la educación, entre otros ámbitos.

Por esa razón, resulta importante subrayar el componente estructural de la violencia de género, ya que sin comprender los poderosos instrumentos mediante los cuales el poder patriarcal actúa, instaura y legitima esta violencia, no será posible deconstruir su hegemonía social.

Cabe entonces rescatar para el análisis de la violencia de género como violencia estructural las aportaciones de Johan Galtung[3] en su teoría integral sobre la violencia. Este investigador, pionero en los estudios sobre paz y conflictos, plantea un modelo triangular para esquematizar las relaciones entre los tres tipos de violencia (situados en los vértices), que engloban, a su entender, el conjunto de violencias: la violencia directa, la violencia estructural y la violencia cultural de acuerdo con las características, dimensiones y ámbitos donde se desarrollan.

Según Galtung, la violencia directa (verbal, psicológica y física) es aquella situación de violencia donde una acción causa un daño directo sobre el sujeto destinatario, sin que haya apenas mediaciones que se interpongan entre el inicio y el destino; la violencia estructural se refiere a procesos de la violencia en los que la acción se realiza a través de mediaciones “institucionales” o “estructurales” y podría ser entendida como un tipo de violencia indirecta, presente por ejemplo en la injusticia social y otras circunstancias. Es así que el origen y las mediaciones que hacen posible la violencia estructural evidencian la interacción entre una y otras formas de violencia. Por su parte, la violencia cultural está referida a todas las facetas culturales, que de una u otra forma, apoyan o justifican las realidades y prácticas de la violencia.

Si la violencia directa es generada desde el propio agresor y la violencia estructural está organizada desde el sistema (la estructura), la violencia cultural lo hace desde las ideas, las                                                         normas, los valores, la cultura, la tradición, como alegato o aceptación “natural” de las situaciones provocadas por ella. Es decir, todo aquello que en definitiva desde la cultura legitime y/o promueva la violencia de cualquier origen o signo, especialmente con la estructural, pues supone una visión interesada de la realidad favorable a los grupos de poder que hace que parezcan naturales o inevitables situaciones de desigualdad. Es una coartada simbólica para justificar esas situaciones. Esta coartada puede aparecer en las ideologías, el lenguaje, el arte, la ciencia, el Derecho, las religiones, los medios de comunicación, la educación[4].

Lo importante del modelo triangular de Galtung es que facilita la comprensión de los flujos causales que se establecen entre los tres tipos de violencia. Estos flujos circulan en todas las direcciones, ya que la violencia se origina en cualquiera de los vértices, pero el principal es el que va de la violencia cultural a la violencia directa, pasando por la estructural.

Cuando se aplica este análisis conceptual a la violencia de género se comprueba que la desvalorización simbólica de la mujer (violencia cultural) la abocó, históricamente, a un estatus de subordinación y exclusión institucional (violencia estructural), y esta marginación y carencia de poder favoreció su conversión en objeto de abuso físico (violencia directa)[5]. Es indiscutible y evidente la existencia de una violencia directa contra las mujeres y de una violencia cultural, la cual es simbólica y permanente en el tiempo.

Por ello, hablar de violencia de género trasciende los actos evidentes de violencia directa (física, psicológica, sexual, económica o social), para abarcar también los más complejos de violencia estructural y cultural. Las estructuras patriarcales, como la ideología machista, son en sí mismas formas de violencia basadas en el género, a la vez que fundamentan, explican y justifican las distintas manifestaciones de violencia directa.

 


[1] Millet, Kate: “Política sexual” , Ediciones Cátedra. Universidad de Valencia. España, p.: 58, 1997.

[2] Rubin, Gayle: “El tráfico de mujeres: notas sobre la economía política del sexo”. En Nueva Antropología Vol. VII, 30, México D.F., p. 14, 1986.

[3] Galtung, Johan:“Paz por medios pacíficos. Paz y conflicto, desarrollo y civilización” (Trad. Teresa Toda), Bilbao, Bakeaz, 2003.

[4] Jiménez-Bautista, Francisco: “Conocer para comprender la violencia: origen, causas y realidad”. En Convergencia, Revista de Ciencias Sociales, núm. 58, 2012, Universidad Autónoma del Estado de México (UAEM), núm. 58, enero-abril 2012, pp. 13-52. ISSN 1405-1435.

[5] Mañas Viejo, Carmen: “Violencia estructural y directa: Mujeres y visibilidad”. En FEMINISMO/S Revista del Centro de Estudios sobre la Mujer de la Universidad de Alicante. Número 6, diciembre de 2005. ISSN: 1696-8166.

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