Cuba: Violencia en las escuelas, maltrato a puerta cerrada

Patrones de educación aún muy discriminatorios y sexistas, junto a fallas en la comunicación entre adolescentes y sus padres, o sus maestras y maestros, son caldo de cultivo para manifestaciones de violencia escolar, coinciden especialistas en Cuba.

«La violencia es un fenómeno multicausal, que tiene en su base desequilibrios de poder entre las partes implicadas en ella, así como en aprendizajes de comportamientos inadecuados que se reproducen en la vida cotidiana», explicó a SEMlac la psicóloga Idania Rego, investigadora auxiliar del Grupo de Estudios sobre Juventud, del Centro de Investigaciones Psicológicas y Sociales (CIPS).

«Las formas más comunes de manifestación de la violencia entre adolescentes son la violencia física -ya sea con golpes, empujones-, la verbal, que puede recurrir a gritos, insultos, y la psicológica, ya sea con silencios, rechazos, chantajes emocionales», precisó la experta en un sondeo digital realizado por SEMlac.
Ese escenario se complejiza mucho en los entornos docentes, pues «la existencia de violencia en las escuelas es muy difícil de demostrar», en opinión de la también psicóloga Yaquelín Montes.
Montes, investigadora del Grupo para el acompañamiento y la sensibilización hacia el género y la ruralidad (GERU), del municipio de Jesús Menéndez, en la provincia de Las Tunas, a unos 650 kilómetros al este de La Habana, considera que «en el imaginario popular se cree que en nuestras escuelas no hay violencia».

No quiero ir a la escuela
Lianet Cabrera y Daimarelys Beltrán, dos adolescentes cubanas de octavo grado, del capitalino municipio de Diez de Octubre, contaron a SEMlac historias que respaldan las opiniones especializadas.
Estudiantes avanzadas en la escuela primaria y muy amigas desde pequeñas, al llegar a la secundaria básica, sus respectivas madres convencieron a las autoridades escolares para que las mantuvieran juntas en el mismo grupo de clases.
Aunque el director de la escuela no puso trabas, a la profesora responsable de conformar los grupos no le gustó el cambio y contó «sin querer» a otros estudiantes que Cabrera y Beltrán querían estar juntas «porque tenían miedo a la escuela, o quién sabe por qué», narró Cabrera.
Ese «quien sabe por qué», dicho como al descuido y con evidentes dobles intenciones, se convirtió rápidamente en motivo de agresiones verbales y burlas por parte de otros alumnos.
«Los más pesados (fastidiosos) empezaron a decirnos que ‘éramos novias’ y, los menos agresivos, que éramos ‘niñitas de mamá’. Nos convertimos en el centro del chiste», detalló la muchacha.
Para Beltrán, lo más terrible fue la sensación de que aquello no iba a terminar nunca y de que no podían quejarse con nadie.
«¿Y si le decíamos algo a nuestras madres, o a un profesor, y de nuevo alguien le contaba a algún alumno que nos estábamos quejando?», se preguntó Beltrán. «Entonces todo empezaría de nuevo», aseveró.
Así pasaron casi todo el séptimo grado: con miedo, sin deseos de ir a la escuela y sin encontrar salidas. Sus calificaciones bajaron y comenzaron a buscar pretextos para faltar a clases o irse más temprano del aula.
Finalmente, Beltrán se hizo novia de un muchacho de noveno grado y las dos, poco a poco, dejaron de ser el centro de interés gracias a estar siempre acompañadas de un grupo de amigos del último curso.
«Tuve que tener un novio grande y renunciar a andar con gente de mi edad para que nos dejaran tranquilas. La única vez que traté de decirle algo a mi mamá, solo me dijo que no les hiciera caso, que si yo ignoraba las burlas, me iban a dejar en paz. Pero no era así», concluyó Beltrán.

Desafíos desde las aulas
«Tendemos a idealizar a instituciones como las educativas y nos cuesta mucho aceptar la existencia de maltrato en las aulas, entre los estudiantes, y también por parte de los profesores», detalló la psicóloga Yaquelín Montes en entrevista con este servicio.
Investigaciones internacionales, quizás sin intención expresa, han reforzado ese criterio.
Un estudio basado en datos de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco), divulgado en 2011, evaluó que apenas 4,4 por ciento de la población infantil de sexto grado en Cuba era víctima de maltratos físicos por parte de sus compañeros.
Sin embargo, el mismo informe calificó este problema como un asunto «grave» para el resto de los países de Latinoamérica.
Aunque el texto de la Unesco encontró que, en las aulas de sexto grado cubanas, 6,8 por ciento de las niñas y niños encuestados recibió amenazas o insultos de sus pares y 13,2 por ciento vivió algún episodio de violencia, la diferencia resaltada en la investigación entre la situación de Cuba y la otros países ayudó a limitar la percepción de riesgo en torno al fenómeno.
Para Rego, por su parte, la invisibilización de la violencia, el asumirla como algo «natural», favorece que se vea como modos legítimos de actuación entre los adolescentes y en su relación con los adultos.
En ese camino, Montes considera que, ante todo, es preciso reconocer la existencia de la violencia escolar e identificar sus fuentes, para luego iniciar procesos que permitan atajarla.
La doctora Yohanka Rodney, pedagoga con muchos años de experiencia en el estudio de la violencia escolar, agrega otros elementos al análisis.
La violencia escolar nace del «uso inadecuado de poder que puede o ejerce cualquier miembro de la comunidad educativa», escribió Rodney junto a la también doctora Mirtha García Leyva en el artículo «Políticas públicas sobre violencia escolar en Cuba: entre lo jurídico y la realidad», publicado en 2015 en la revista Sexología y Sociedad.
Ese uso inadecuado del poder «afecta la dinámica escolar, transgrede los derechos de la víctima o las víctimas, provoca daños a personas y bienes materiales, y atenta sobre todo contra el desarrollo de la personalidad del estudiantado», detallaron las autoras.
Rodney, además, identifica la educación sexista como un caldo de cultivo para la ocurrencia de violencia en los entornos escolares.
«En nuestros libros de texto y en la práctica educativa existen estereotipos de género que justifican la violencia hacia las niñas, adolescentes y jóvenes», explicó a SEMlac en una entrevista a propósito de los 16 días de activismo contra la violencia, a fines de 2015.
«Una niña puede ser violentada por múltiples variables y estereotipos: si es gorda, negra, por tener una orientación sexual homosexual, por no ser delicada o jugar a las casitas», detalló.
«Cuesta mucho trabajo entender que diferencias de poder dan lugar a violencia de género y la educación puede ser responsable de fomentar esas diferencias en la manera en que se trata a niñas y niños en las escuelas», opinó, por su parte, Montes, la investigadora tunera.
Investigaciones de la Cátedra de Género, Sexología y Educación Sexual, de la capitalina Universidad de Ciencias Pedagógicas Enrique José Varona (UCPEJ), confirman que los futuros maestros y maestras no cuentan con la preparación necesaria para prevenir la violencia de género en la esfera personal, social y profesional.
Estas muchachas y muchachos reconocen, incluso, haber sido víctimas de violencia y, a la vez, haberla utilizado inconscientemente sobre otras personas, incluyendo el contexto escolar, explicó la doctora Alicia González, directora de la Cátedra, durante el coloquio estudiantil «La prevención de la violencia de género, de la mujer y la niña», a fines de 2014.
González identificó las burlas por la apariencia física o el maltrato verbal público de los muchachos a sus novias como algunas de las manifestaciones que pasan inadvertidas, incluso al profesorado, por estar muy naturalizadas por la cultura.
A juicio de Idania Rego, es justamente «la coherencia entre el deber ser y la práctica cotidiana, ya sea en la familia, en la escuela o en el barrio, uno de los mayores desafíos» que enfrenta actualmente el país.
Otros retos, compartidos por todas las estudiosas entrevistadas, son la necesidad de reconocer que la violencia escolar es un problema que no debe ser silenciado y que tiene muchos modos de manifestarse.
Finalmente, urge «romper con estereotipos sociales que legitiman la violencia, potenciar una educación de la adolescencia en su sentido más amplio, que brinde herramientas, alternativas, ante las diferentes situaciones que deben enfrentar», asevera Rego.

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