Hemingway, Leopoldina, María Ignacia y yo (I)

Por Ilse Bulit
La criada abrió la puerta y Hemingway entró como perro por su casa. Bueno, tenía derecho, él pagaba ese apartamento del habanero edificio Astral. Me pasó por el lado sin mirarme. Fue directo al dormitorio, donde a Leopoldina la mordía su cáncer.
María Ignacia, Caridad para todos, salió de esa habitación Y me dirigió una mirada con más palabras que las contenidas en El Quijote. Mi abuela no me protegía de escenas ni conversaciones prohibidas, sólo que guardaba los secretos familiares con siete llaves.

Como niña obediente, saldría al balcón. Me entretendría en atisbar la terraza del declamador Luis Carbonell, situada un piso inferior en el edificio de enfrente. Una vez, con expresión molesta, me tiró la puerta. Lo admiro como artista, pero nunca le hice una entrevista. Nadie calcula el impacto de un gesto en la mentalidad infantil.
Caridad hizo una señal a la criada. Marcharon a la cocina. Di unos pasos fuera del balcón y enfilé mis orejas hacia el dormitorio. Mi abuela decía que yo tenía oído de tísica, virtud de gran ayuda en mi carrera periodística. ¡Las cosas que he escuchado «queriendo y sin querer», mientras con aire angelical atendía la información oficial!
No tuve que aguzar el oído. Leopoldina alzó la voz, casi gritaba. ¡De dónde sacaba fuerzas esta mujer? Pronto, Hemingway perdió la paciencia ante la enferma. A los 13 años yo mantenía ingenuidades de bebé. Ni él ni ella estaban adornados por esta cualidad de mártires cristianos y budistas en meditación.

Antes de adentrarme en la bronca verbal (disculpen, pensé en emplear el vocablo altercado, pero es demasiado suave para recoger aquellos tonos de cuchillos envenenados), ustedes merecen alguna aclaración sobre los personajes del elenco.
El protagonista principal, Ernest Hemingway, sin necesidad de presentación, de larga estancia en La Habana, donde ocurren estos hechos. La otra protagonista, Leopoldina, señalada como su amante mestiza en algunos escritos, como prostituta en busca de hombres en el famoso bar Floridita en otros, como rechoncha acompañante de trovadores en un serial español.
El personaje secundario que recuerda y cuenta, único vivo hasta este momento, soy yo. Enseñada a leer a los cuatro años, deglutidos Verne, Amicis, comics incluidos, a los 13, andaba con Lorca, Poe, despreciaba a la Corín y en la revista Bohemia, había leído de Hemingway «El viejo y el mar», motivo de la ráfaga de palabras y palabrotas entre ellos. Estaba capacitada para entender la bronca y hasta tomar partido.
Leopoldina, con su voz ronca inaugurada con su enfermedad, se burlaba de él, le decía mentiroso, que ese viejo narrado era tan falso como los perfumes vendidos en el Ten Cent (tienda de misceláneas) de Galiano, que nadie podía contra el mal –aclaro bien; mal, no mar.
Que el hombre era una mierda, que este era otro héroe inventado por él. Hemingway ripostaba en su español de vocabulario corto y enredado. Ese viejo existía, lo repetía y repetía. Que había hombres valientes… Sin dudas, Hemingway sí conocía bien las malas palabras de la época y mi tía abuela también.
Lo que más le reventaba era que ella insistiera en lo falso del pescador. Ahora comprendo que ella le conocía sus puntos débiles y él, también… Leopoldina llegó a la exasperación total cuando él le gritó que era una mujer estúpida. Al parecer, está en nuestros genes.
Ni Leopoldina, ni María Ignacia ni yo aceptamos esa disminución por género. Leopoldina lanzó entonces el párrafo lapidario en un tono desgarrador, todavía vivo en mis oídos, y que así recuerdo: «¡Carajo, si un día se te revientan las entrañas o estás desesperado, vamos a ver si tienes el valor de tu pescador!»
Hubo un silencio. Yo, ante aquel silencio largo, sentí miedo. Entré en la sala en busca de mi abuela. Hemingway, como una tromba, salió del dormitorio. Por poco me derriba y yo era una adolescente alta y fuerte.
Agregaba otro hecho en la antipatía sentida hacia él. Desde pequeña, de la mano de mi abuela, lo veía en su tránsito por la calle Obispo. Su paso era largo y pesado, transpiraba sudor bajo el sol, a pesar de sus camisas anchas y pantalones recortados –creía yo que así eran–, y me desagradaba.
No saludaba, no miraba al parecer a nadie, pero en verdad retrataba en sus ojos el entorno y lo robaba. Lo vertería como fruto de su imaginación en sus relatos. Todo lo comprendí después. Ahora, Leopoldina gritaba, pedía la morfina. Y yo despreciaba a este mastodonte con olor a sudor y alcohol.
Hemingway continuó visitando a Leopoldina y abonando sus gastos hasta el final. En Por quién doblan las campanas, en la boca de María, el escritor define al orgasmo como si la tierra se moviera debajo de uno en ese instante supremo. Así se lo hizo sentir esta mestiza casi blanca como la Cecilia Valdés de la literatura cubana. Pero, como la puta Magdalena de la canción de Sabina, entre estos dos fornicadores hay otros lazos.
¿Quién era Leopoldina? En una mansión de la Plaza de la Catedral, en los finales del XIX, están las primeras respuestas.

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