Profesionales de la comunicación: “No soy feminista por…”

Los prejuicios sobre el feminismo son abundantes en la sociedad cubana. Estos discursos tienen, por lo general, muy mala aceptación en el país. Las personas que se consideran feministas con frecuencia se ven inmiscuidas en discusiones sobre por qué es importante esta lucha y qué es lo que la hace justa, intentando despejar malas interpretaciones y extremismos asumidos en relación al hecho de ser feminista en la Isla.

En un sondeo periodístico realizado en diciembre para este artículo acerca de los principales argumentos negativos hacia el feminismo, específicamente entre diez profesionales de la comunicación, se observa que muchos de ellos han sido construidos mediáticamente, con o sin intención.

Sobre un tema que pasa en lo esencial por la subjetividad individual y por la forma en que es entendida esta línea de pensamiento, resulta útil conocer de qué manera las y los profesionales de la comunicación se relacionan con el feminismo, pues esas subjetividades quedarán también reflejadas en su trabajo público.

El hecho de asumir que el feminismo es igual al machismo es la primera y más grave interpretación errónea que sale a relucir en la pesquisa.

“Si se trata de una revancha que busca ahora poner de rodillas al hombre, o si es, por otra parte, romper todo límite responsable de la sexualidad de modo que afecte a terceros o a la propia mujer, y que haga pagar a la sociedad por la fractura de esos límites, pues no, con eso no estoy de acuerdo”, explica Luis Luke, periodista cubano, cuando le preguntan su opinión sobre el feminismo.

Son muchas las definiciones responsables que existen del feminismo, y ninguna lo asume como un equivalente al machismo. Se entiende, en primer lugar, que es un movimiento que exige igualdad de género, no promueve la supremacía de la mujer. Se llama feminismo porque se refiere a la mujer (femĭna en latín), y porque no son los hombres quienes en su mayoría perciben menores salarios, ni son violados, maltratados o asesinados masivamente por mujeres, ni son menospreciados en más de un sentido por un “matriarcado”.

Luke, agrega, está de acuerdo con “trabajar por la igualdad de la mujer en derechos laborales, en el hogar y en cualquier ámbito en que haya estado subyugada desde principios de la humanidad”. ¿Es eso suficiente?

En los ámbitos profesionales relativos a los medios de comunicación se hace bastante frecuente este tipo de explicación, de lo cual se desprende que no existe malinterpretación alguna, pues no hay contradicción. Sin embargo, se puede encontrar a esas mismas personas refiriéndose a mujeres activistas como “locas” o “histéricas” en contextos sociales más íntimos y personales.

Otro de los errores que se manifiestan entre los entrevistados es asumir la igualdad como igualitarismo: “somos iguales, pero pueden entrar gratis a las discotecas”, “quieren que les cargue el cubo de agua”, “critican cuando nadie les cede el asiento o les abre una puerta”, etc.

Entender, por un lado, que los hombres y las mujeres “son iguales” implicaría un peligroso desdén por la historia y la identidad de cada grupo, y por las propias diferencias biológicas, como también sucede en cuestiones de raza, sexualidad y estatus económico. Esas diferencias no hacen a ciertas personas mejores que otras. En todo caso, aplicar iguales medidas y criterios a personas que tienen diferencias, traería como resultado una reproducción inequívoca de la desigualdad.

Contradictoriamente a la aceptación de que las mujeres necesitan un método de reivindicación (que no revancha), el discurso sobre género en los medios de comunicación en Cuba está plagado de estereotipos que hablan de cómo la mujer es capaz de hacer lo mismo que el hombre (policía, militar, constructora), y además de eso arreglarse el pelo o pintarse las uñas, por ejemplo, o cumplir con el cuidado de la familia.

De modo que se estigmatiza la feminidad con elementos vanales y relativos a su apariencia, o peor, se acentúa la idea de que el rol que “le corresponde” a la mujer en las dinámicas familiares es el de cuidadora. Más de la mitad de los entrevistados no creen que estas señas discursivas sean una forma de violencia simbólica.

También los actos entendidos como extremos son una fuente de rechazo: “Lo que me pasa con feministas que he conocido es que reducen cualquier cosa al tema género. Un día les cuento que llegué a un lugar y no me quisieron atender, y me respondan que eso es por ser mujer, o seguro que era un hombre el que estaba al mando. Y si les digo que era una mujer, me salen con eso de que tenía pensamiento masculino, ‘esas son las peores’”, cuenta Mónica Rivero, periodista de Cubadebate. Según señala, en lo personal le molestan los “ismos”, “los laboratorios sociales”. “No quiero las competencias entre los activismos, discutiendo si es más importante defender a las mujeres o a los animales, o para qué defender a una mujer si hay tantos niños muriendo de hambre”. Está a favor, según explica, de un movimiento humanista que incluya a todos.

Grettel Escalona Martí, graduada de filología, concuerda con el hecho de que es necesaria una plataforma de expresión para solucionar los problemas de la mujer. Pero no entiende que los encuentros para tratar temas sobre la violencia hacia las mujeres solo están integrados por mujeres. Y tampoco reconoce a las mujeres que “se llaman feministas y prefieren no escribir con la letra O, como las he encontrado, porque es una letra machista”.

Este tipo de planteamientos no excluye al feminismo, con una marcada vocación humanista e integral. Pero son las diferentes prácticas y las interpretaciones personalizadas lo que marca la frontera entre una y otra posición.

La reconocida feminista cubana y directora de la Editorial de la Mujer, Isabel Moya, nos recuerda en su libro Letra con género que “el patriarcado se reproduce a nivel simbólico en los chistes, letras de canciones, video clips musicales y otros productos comunicativos misóginos, racistas y homofóbicos”.

No es de extrañar que esto ocurra si muchos de los rasgos que hacen de los mensajes públicos una expresión de violencia son percibidos por los propios gestores como “normales”. La mayoría de los profesionales que realizan estos productos comunicativos desconocen las bases del movimiento feminista o los fundamentos de su existencia.

Se trata de personas que han asumido falsas verdades, terminologías que durante años han sido, a su vez, reproducidas mediáticamente hasta conformar estereotipos. Estas ideas muchas veces no niegan al feminismo en sus esencias, sino a las distorsiones que de este se han popularizado. Un círculo vicioso que habría que comenzar a romper.

De modo que se estigmatiza la feminidad con elementos vanales y relativos a su apariencia, o peor, se acentúa la idea de que el rol que “le corresponde” a la mujer en las dinámicas familiares es el de cuidadora. Más de la mitad de los entrevistados no creen que estas señas discursivas sean una forma de violencia simbólica.

También los actos entendidos como extremos son una fuente de rechazo: “Lo que me pasa con feministas que he conocido es que reducen cualquier cosa al tema género. Un día les cuento que llegué a un lugar y no me quisieron atender, y me respondan que eso es por ser mujer, o seguro que era un hombre el que estaba al mando. Y si les digo que era una mujer, me salen con eso de que tenía pensamiento masculino, ‘esas son las peores’”, cuenta Mónica Rivero, periodista de Cubadebate.

Según señala, en lo personal le molestan los “ismos”, “los laboratorios sociales”. “No quiero las competencias entre los activismos, discutiendo si es más importante defender a las mujeres o a los animales, o para qué defender a una mujer si hay tantos niños muriendo de hambre”. Está a favor, según explica, de un movimiento humanista que incluya a todos.

Grettel Escalona Martí, graduada de filología, concuerda con el hecho de que es necesaria una plataforma de expresión para solucionar los problemas de la mujer. Pero no entiende que los encuentros para tratar temas sobre la violencia hacia las mujeres solo están integrados por mujeres. Y tampoco reconoce a las mujeres que “se llaman feministas y prefieren no escribir con la letra O, como las he encontrado, porque es una letra machista”.

Este tipo de planteamientos no excluye al feminismo, con una marcada vocación humanista e integral. Pero son las diferentes prácticas y las interpretaciones personalizadas lo que marca la frontera entre una y otra posición.

La reconocida feminista cubana y directora de la Editorial de la Mujer, Isabel Moya, nos recuerda en su libro Letra con género que “el patriarcado se reproduce a nivel simbólico en los chistes, letras de canciones, video clips musicales y otros productos comunicativos misóginos, racistas y homofóbicos”.

No es de extrañar que esto ocurra si muchos de los rasgos que hacen de los mensajes públicos una expresión de violencia son percibidos por los propios gestores como “normales”. La mayoría de los profesionales que realizan estos productos comunicativos desconocen las bases del movimiento feminista o los fundamentos de su existencia.

Se trata de personas que han asumido falsas verdades, terminologías que durante años han sido, a su vez, reproducidas mediáticamente hasta conformar estereotipos. Estas ideas muchas veces no niegan al feminismo en sus esencias, sino a las distorsiones que de este se han popularizado. Un círculo vicioso que habría que comenzar a romper.

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